Seguimos con las colaboraciones para el Libro de Carnaval y nos vamos a 2002... Soy el primero en reconocer que este año el artículo me salió rarito, rarito...
EL CICLO DEL
CARNAVAL
Desde la más remota antigüedad la
raza humana ha sentido la necesidad de comprender el paso del tiempo, de
conocer sus mecanismos para usarlos en provecho propio, de predecir el cambio
de las estaciones para acomodar a esos cambios las pautas de su existencia. Esa
necesidad, esa urgencia vital de la que, en gran medida, ha dependido siempre
su supervivencia, se ha plasmado históricamente en los calendarios, en el
señalamiento de días fastos y nefastos, en la determinación, en suma,
de las épocas propicias para llevar a cabo los distintos trabajos y rituales
que marcaban los más importantes hitos o jalones de su vida, tanto en el plano
temporal como en el ámbito espiritual. Ya fuera observando el Sol, ya fuera en
base a los ciclos lunares; bien sirviéndose de monumentos megalíticos como los
de Stonehenge, bien de pirámides como las mayas o aztecas o bien del complicado
Intihuanata inca de Machu Picchu, por no hablar de las ya reconocidas pirámides
egipcias, lo cierto es que el hombre siempre ha querido fijar el paso de los
días, de los meses, de los años, y conocer en cada momento que es lo que podía
esperar del tiempo que le tocaba vivir. Fruto de esa constante observación del
tiempo ha sido, por ejemplo, la tradición de los “doce días” que van desde la
Navidad a Epifanía, como una prefiguración de los doce meses del año. Los
campesinos de Europa entera determinan en base a ellos la temperatura y la
lluvia de los doce meses del año venidero. También en otras culturas existe
esta misma tradición: en la fiesta de los Tabernáculos en el mundo judío o en
los doce días del centro del invierno para los indios védicos.
Y, como consecuencia lógica de esos conocimientos, el hombre ha ido
consagrando cada época concreta del año a una determinada y específica deidad,
asegurándose de este modo su amparo en las distintas parcelas de su vida
diaria. Así, la época de la siembra, la de la recogida de los frutos del campo,
la del nacimiento de sus animales y tantas otras han sido colocadas bajo la
tutela de sus respectivos Dioses protectores, llámense Cibeles, Ceres, Diana,
Demeter, Indra, Gea o tantos otros.
Y si esto ha sucedido en el
aspecto meramente temporal referido a las cosechas o al cuidado de los
animales, también en el plano espiritual, como decíamos antes, la humanidad ha
determinado históricamente ciertas épocas del año especialmente favorables para
la regeneración y purificación del alma; para la limpieza del “yo” interior.
Unas y otras han llegado, inmutables y prevaleciendo por encima de las
religiones y las culturas, hasta nuestros días. Buen ejemplo de ello pueden ser
festividades como las de la nochebuena o San Juan. La fecha que los más
primitivos pueblos celebraron como el solsticio de invierno, pasó luego a
romanizarse como las fiestas de las Saturnales y, más tarde, tomó patente de
festividad cristiana como la Nochebuena. Otro tanto sucede con la noche de San
Juan, coincidente con el solsticio de verano. En ambos casos, las fechas se han
mantenido incólumes, independientemente de sus connotaciones religiosas, como
días especialmente fastos; lo
relevante en ellas no es el nombre que actualmente podamos ver escrito en letra
pequeña en los almanaques, sino su especial y concreta localización temporal en
esa especie de recorrido astral que es el calendario.
En este sentido, una de esas
épocas que siempre han sido consideradas como especialmente propicias para lo
espiritual, para la regeneración interior del ser humano, es el período de
tiempo que transcurre desde el Año Nuevo hasta el Carnaval. El tránsito del
mundo viejo al mundo nuevo; la inversión de los valores establecidos; el
comienzo del resurgir del sol sobre las tinieblas... Todos los elementos que
confluyen en estas fechas las han convertido en una especie de recorrido
místico, un camino de purificación y conversión al que en todas las culturas se
ha otorgado una clara relevancia. Es el llamado “Ciclo del Carnaval”, a lo
largo del cual, determinadas fechas marcan las distintas etapas o fases de ese
místico y atávico proceso de regeneración.
Dado que este artículo no tiene
ninguna pretensión doctrinal o histórica y que, simplemente obedece a un mero
impulso y desahogo personal, no me resisto a hablar, aunque sea de forma breve,
de uno de los temas más denostados por la llamada Historia Oficial: las
connotaciones mágicas o esotéricas de la Militia
Templi, los Caballeros Templarios. Siempre se ha hablado de las presuntas
raíces gnósticas del pensamiento templario, si cabe hablar de tal pensamiento.
Muchos de sus ritos y símbolos encuentran fácilmente su origen en doctrinas muy
al margen del cristianismo: el culto a Mitra, la filosofía sufí, la cábala
hebrea... Ignoro de cual de estas fuentes bebieron los templarios para
considerar como fiestas de especial relevancia todas aquellas ligadas al ciclo
del Carnaval, pero lo cierto es que entre esas fiestas señaladas se hallaban
los Santos Inocentes, San Antón, San Vicente y San Blas. También en este caso
parece que las influencias gnósticas determinaron la elección de esas fechas,
no por las advocaciones marcadas por la Iglesia Católica para esos días, sino
por su especial incardinación como fechas claves del Ciclo del Carnaval.
Muestra de ello es que, a pesar de la importancia con que el Temple celebraba
esas festividades, los santos señalados no figuran, sin embargo, entre sus
predilectos a la hora de dedicar los innumerables templos que levantaron. Así,
es fácil encontrar numerosas iglesias templarias dedicadas a San Miguel, o a
San Juan, por no hablar de las incontables dedicadas a Nuestra Señora (clara
influencia de su primitivo ideólogo, Bernardo de Clairvaux), pero muy pocas
figuran bajo la advocación de los referidos Santos.
Recordemos que, para los Pobres
Caballeros de Cristo el ciclo señalado comenzaba en la festividad de los Santos
Inocentes, con las “fiestas de los locos”, día de clara inversión de valores,
en el que los primeros y los últimos, los señores y los vasallos, alternaban
sus papeles trastocando por completo una sociedad tan inmovilista, en lo
social, como la sociedad medieval. Seguía el ciclo con las festividades ya
mencionadas de San Antón (17 de enero), San Vicente (22 de enero) y San Blas (3
de febrero). Y, por fin, la culminación de ese tránsito espiritual llegaba con
las fiestas del carnaval. Todo este período estaba ligado al viaje de las almas
tras la muerte, a la renovación, al cambio, al abrirse las puertas de mundos
nuevos, al resurgimiento de la vida tras la muerte, plasmada en el fin del
invierno y la cercanía de la primavera, a la purificación y la renovación, en
definitiva.
Resulta curioso comprobar como,
salvo la pequeña diferencia que supone el trasladar el 22 de enero (San
Vicente) al día 20 del mismo mes (San Sebastián), el ciclo de festividades
templarias coincide, casi exactamente, con el rosario de fiestas que jalonan el
ante-carnaval mirobrigense. Con la única excepción del día de los Santos
Inocentes (actualmente en desuso, pero que, sin embargo, antaño fue celebrado,
incluso en el ámbito eclesiástico, recuérdese la tradición del obispillo de San
Nicolás, en la catedral civitatense) las otras fechas clave en ese “camino de
renovación” se mantienen inalteradas, en medio de un Ciclo del Carnaval en el
que, además de las ya citadas, tienen cabida otras muchas fiestas,
caracterizadas todas ellas por su acusado componente popular, ajeno a
oficialismos y convenciones; basta recordar la festividad de las Candelas (con
una localización cronológica cargada de simbolismo, exactamente en el punto
intermedio entre el solsticio y el equinoccio), los jueves de Comadres y
Compadres o Santa Águeda (otra fecha determinante en ese proceso de inversión
de los valores establecidos).
Si analizamos, siquiera sea de
forma somera, estas tres fiestas de tan honda raigambre entre los mirobrigenses;
si las despojamos de todos aquellos elementos religiosos con los que la Iglesia
ha “santificado” esos días; si nos quedamos con la parte más puramente profana,
su núcleo más atávico, hemos de referirnos precisamente a aquellos ritos que
han quedado enmarcados, por el correr del tiempo, en las jornadas de vísperas:
la hoguera, el vino y la música. Son, éstos, factores que coinciden en las tres
festividades, San Antón, San Sebastián y San Blas.
La hoguera. El fuego. Uno de los
cuatro elementos básicos. El rito purificador por excelencia. Fuego que se
alimenta de los despojos de otro de nuestros totems: la encina, el árbol
sagrado. Ese fuego que, reflejado en las pupilas, parece estar devorando el
alma de todos aquellos que, en torno suyo, contemplan como una liturgia el
inquietante movimiento de unas llamas que, horas más tarde, se convertirán en
rescoldo y cenizas, como símbolo de lo efímero y de que todo, incluso las más
pavorosas potencias, son pasajeras. Fuego que transforma, fuego que destruye, pero
que también calienta y crea.
El vino, en su doble concepción
de sublimador de los sentidos y de droga iniciática de la tribu; puerta de
acceso a otros niveles de consciencia. Vino que, como componente esencial de
esta liturgia, es compartido por los integrantes de ese círculo mágico
alrededor del fuego, en una especie de comunión profana que refuerza los lazos
entre los que participan de ella. Vino que simboliza otros dos de los elementos
básicos: el agua, en su condición de líquido y la tierra, pues es en ella donde
encuentra sus orígenes, a través de las raíces de la vid.
La música. Forma de comunicación
no solamente con los semejantes, sino también con los Seres Superiores y, como
tal lenguaje humano, tan antiguo como el propio habla. Música que torna
cambiante la atmósfera circundante, convirtiéndola de alegre en triste, de
relajada en solemne, de pacífica en belicosa. Música de gaita y tamboril como
expresión de los más ancestrales sones del clan. Música y danzas que, desde el
principio de los tiempos, han acompañado al hombre en su nacimiento, en su
matrimonio, en su muerte. Música que empapa el aire de sonidos íntimamente
ligados a la memoria colectiva. Música que, en si misma, no es otra cosa más
que aire, simbolizando así el cuarto de los elementos básicos.
Las Águedas, en una fotografía reciente y en un recorte de la prensa local (La Iberia) del año 1904... |
La hoguera, fuego. El vino, agua
y tierra. La música, aire. Los cuatro elementos en perfecta conjunción,
engarzados en una ceremonia que tiene mucho de místico, de homenaje a la propia
Gea, como sustentadora de vida; a la Madre Naturaleza, como propiciadora de esa
vida. Un rito que, con todos los componentes señalados, se repetirá en cada una
de esas tres fiestas, fechas claves en ese camino de purificación que llegará a
su fin con la explosión de un Carnaval que, seguramente, no sería el mismo sin
esas ceremonias preparatorias que hacen posible que cientos de almas
individuales confluyan en una especie de gran alma colectiva que desemboca, con
todas sus fuerzas, el sábado de Carnaval, arrastrando a su paso todos los
convencionalismos, todas las reticencias y todo aquello que, desde el mundo de
las tinieblas, pretenda cerrar el paso al naciente mundo de la luz. Un Carnaval
que, cuando llegue, cerrará el círculo y será la expresión de la alegría del
hombre nuevo que surge de ese proceso de conversión. Llegará entonces el reino
(aunque sea de modo temporal y durante el escaso plazo de cuatro días) del
desorden, de la anarquía, del caos. Porque eso ha de ser precisamente el
Carnaval popular que nace, como último eslabón, de esa cadena de fiestas populares;
un carnaval ajeno a reglamentaciones, que no entiende de horarios ni de
rutinas, en el que cada nueva hora es distinta a la hora pasada, cada día una
página en blanco, una historia aun por escribir.
Así será si aprendemos a captar
el sentido de estas fiestas, no como algo que se nos da hecho, sino como algo
que nosotros mismos construimos. Si nos acostumbramos a mirarlas simplemente
como días en rojo en nuestro calendario laboral, se habrán hecho realidad los
temores de Caro Baroja: "Mientras el hombre ha creído, de una u otra
forma, que su vida estaba sometida a fuerzas sobrenaturales, el Carnaval ha
sido posible. Desde el momento en que todo se reglamenta, hasta la diversión,
siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a ideas de "orden
social", "buen gusto", etc.., el Carnaval no puede ser más que
una máquina de diversión de casino pretencioso. Todos sus encantos y
turbulencias se acabaron".
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