viernes, 29 de enero de 2016

EL CICLO DEL CARNAVAL

Seguimos con las colaboraciones para el Libro de Carnaval y nos vamos a 2002... Soy el primero en reconocer que este año el artículo me salió rarito, rarito...

EL CICLO DEL CARNAVAL


Desde la más remota antigüedad la raza humana ha sentido la necesidad de comprender el paso del tiempo, de conocer sus mecanismos para usarlos en provecho propio, de predecir el cambio de las estaciones para acomodar a esos cambios las pautas de su existencia. Esa necesidad, esa urgencia vital de la que, en gran medida, ha dependido siempre su supervivencia, se ha plasmado históricamente en los calendarios, en el señalamiento de días fastos y nefastos, en la determinación, en suma, de las épocas propicias para llevar a cabo los distintos trabajos y rituales que marcaban los más importantes hitos o jalones de su vida, tanto en el plano temporal como en el ámbito espiritual. Ya fuera observando el Sol, ya fuera en base a los ciclos lunares; bien sirviéndose de monumentos megalíticos como los de Stonehenge, bien de pirámides como las mayas o aztecas o bien del complicado Intihuanata inca de Machu Picchu, por no hablar de las ya reconocidas pirámides egipcias, lo cierto es que el hombre siempre ha querido fijar el paso de los días, de los meses, de los años, y conocer en cada momento que es lo que podía esperar del tiempo que le tocaba vivir. Fruto de esa constante observación del tiempo ha sido, por ejemplo, la tradición de los “doce días” que van desde la Navidad a Epifanía, como una prefiguración de los doce meses del año. Los campesinos de Europa entera determinan en base a ellos la temperatura y la lluvia de los doce meses del año venidero. También en otras culturas existe esta misma tradición: en la fiesta de los Tabernáculos en el mundo judío o en los doce días del centro del invierno para los indios védicos. 

  Y, como consecuencia lógica de esos conocimientos, el hombre ha ido consagrando cada época concreta del año a una determinada y específica deidad, asegurándose de este modo su amparo en las distintas parcelas de su vida diaria. Así, la época de la siembra, la de la recogida de los frutos del campo, la del nacimiento de sus animales y tantas otras han sido colocadas bajo la tutela de sus respectivos Dioses protectores, llámense Cibeles, Ceres, Diana, Demeter, Indra, Gea o tantos otros.

Y si esto ha sucedido en el aspecto meramente temporal referido a las cosechas o al cuidado de los animales, también en el plano espiritual, como decíamos antes, la humanidad ha determinado históricamente ciertas épocas del año especialmente favorables para la regeneración y purificación del alma; para la limpieza del “yo” interior. Unas y otras han llegado, inmutables y prevaleciendo por encima de las religiones y las culturas, hasta nuestros días. Buen ejemplo de ello pueden ser festividades como las de la nochebuena o San Juan. La fecha que los más primitivos pueblos celebraron como el solsticio de invierno, pasó luego a romanizarse como las fiestas de las Saturnales y, más tarde, tomó patente de festividad cristiana como la Nochebuena. Otro tanto sucede con la noche de San Juan, coincidente con el solsticio de verano. En ambos casos, las fechas se han mantenido incólumes, independientemente de sus connotaciones religiosas, como días especialmente fastos; lo relevante en ellas no es el nombre que actualmente podamos ver escrito en letra pequeña en los almanaques, sino su especial y concreta localización temporal en esa especie de recorrido astral que es el calendario.
 
San Blas... tiempo de ritos...
En este sentido, una de esas épocas que siempre han sido consideradas como especialmente propicias para lo espiritual, para la regeneración interior del ser humano, es el período de tiempo que transcurre desde el Año Nuevo hasta el Carnaval. El tránsito del mundo viejo al mundo nuevo; la inversión de los valores establecidos; el comienzo del resurgir del sol sobre las tinieblas... Todos los elementos que confluyen en estas fechas las han convertido en una especie de recorrido místico, un camino de purificación y conversión al que en todas las culturas se ha otorgado una clara relevancia. Es el llamado “Ciclo del Carnaval”, a lo largo del cual, determinadas fechas marcan las distintas etapas o fases de ese místico y atávico proceso de regeneración.

Dado que este artículo no tiene ninguna pretensión doctrinal o histórica y que, simplemente obedece a un mero impulso y desahogo personal, no me resisto a hablar, aunque sea de forma breve, de uno de los temas más denostados por la llamada Historia Oficial: las connotaciones mágicas o esotéricas de la Militia Templi, los Caballeros Templarios. Siempre se ha hablado de las presuntas raíces gnósticas del pensamiento templario, si cabe hablar de tal pensamiento. Muchos de sus ritos y símbolos encuentran fácilmente su origen en doctrinas muy al margen del cristianismo: el culto a Mitra, la filosofía sufí, la cábala hebrea... Ignoro de cual de estas fuentes bebieron los templarios para considerar como fiestas de especial relevancia todas aquellas ligadas al ciclo del Carnaval, pero lo cierto es que entre esas fiestas señaladas se hallaban los Santos Inocentes, San Antón, San Vicente y San Blas. También en este caso parece que las influencias gnósticas determinaron la elección de esas fechas, no por las advocaciones marcadas por la Iglesia Católica para esos días, sino por su especial incardinación como fechas claves del Ciclo del Carnaval. Muestra de ello es que, a pesar de la importancia con que el Temple celebraba esas festividades, los santos señalados no figuran, sin embargo, entre sus predilectos a la hora de dedicar los innumerables templos que levantaron. Así, es fácil encontrar numerosas iglesias templarias dedicadas a San Miguel, o a San Juan, por no hablar de las incontables dedicadas a Nuestra Señora (clara influencia de su primitivo ideólogo, Bernardo de Clairvaux), pero muy pocas figuran bajo la advocación de los referidos Santos.

Recordemos que, para los Pobres Caballeros de Cristo el ciclo señalado comenzaba en la festividad de los Santos Inocentes, con las “fiestas de los locos”, día de clara inversión de valores, en el que los primeros y los últimos, los señores y los vasallos, alternaban sus papeles trastocando por completo una sociedad tan inmovilista, en lo social, como la sociedad medieval. Seguía el ciclo con las festividades ya mencionadas de San Antón (17 de enero), San Vicente (22 de enero) y San Blas (3 de febrero). Y, por fin, la culminación de ese tránsito espiritual llegaba con las fiestas del carnaval. Todo este período estaba ligado al viaje de las almas tras la muerte, a la renovación, al cambio, al abrirse las puertas de mundos nuevos, al resurgimiento de la vida tras la muerte, plasmada en el fin del invierno y la cercanía de la primavera, a la purificación y la renovación, en definitiva.     
 
Hogueras de San Juan.
Resulta curioso comprobar como, salvo la pequeña diferencia que supone el trasladar el 22 de enero (San Vicente) al día 20 del mismo mes (San Sebastián), el ciclo de festividades templarias coincide, casi exactamente, con el rosario de fiestas que jalonan el ante-carnaval mirobrigense. Con la única excepción del día de los Santos Inocentes (actualmente en desuso, pero que, sin embargo, antaño fue celebrado, incluso en el ámbito eclesiástico, recuérdese la tradición del obispillo de San Nicolás, en la catedral civitatense) las otras fechas clave en ese “camino de renovación” se mantienen inalteradas, en medio de un Ciclo del Carnaval en el que, además de las ya citadas, tienen cabida otras muchas fiestas, caracterizadas todas ellas por su acusado componente popular, ajeno a oficialismos y convenciones; basta recordar la festividad de las Candelas (con una localización cronológica cargada de simbolismo, exactamente en el punto intermedio entre el solsticio y el equinoccio), los jueves de Comadres y Compadres o Santa Águeda (otra fecha determinante en ese proceso de inversión de los valores establecidos).
Si analizamos, siquiera sea de forma somera, estas tres fiestas de tan honda raigambre entre los mirobrigenses; si las despojamos de todos aquellos elementos religiosos con los que la Iglesia ha “santificado” esos días; si nos quedamos con la parte más puramente profana, su núcleo más atávico, hemos de referirnos precisamente a aquellos ritos que han quedado enmarcados, por el correr del tiempo, en las jornadas de vísperas: la hoguera, el vino y la música. Son, éstos, factores que coinciden en las tres festividades, San Antón, San Sebastián y San Blas.
 
San Antón...
La hoguera. El fuego. Uno de los cuatro elementos básicos. El rito purificador por excelencia. Fuego que se alimenta de los despojos de otro de nuestros totems: la encina, el árbol sagrado. Ese fuego que, reflejado en las pupilas, parece estar devorando el alma de todos aquellos que, en torno suyo, contemplan como una liturgia el inquietante movimiento de unas llamas que, horas más tarde, se convertirán en rescoldo y cenizas, como símbolo de lo efímero y de que todo, incluso las más pavorosas potencias, son pasajeras. Fuego que transforma, fuego que destruye, pero que también calienta y crea.      
El vino, en su doble concepción de sublimador de los sentidos y de droga iniciática de la tribu; puerta de acceso a otros niveles de consciencia. Vino que, como componente esencial de esta liturgia, es compartido por los integrantes de ese círculo mágico alrededor del fuego, en una especie de comunión profana que refuerza los lazos entre los que participan de ella. Vino que simboliza otros dos de los elementos básicos: el agua, en su condición de líquido y la tierra, pues es en ella donde encuentra sus orígenes, a través de las raíces de la vid.
La música. Forma de comunicación no solamente con los semejantes, sino también con los Seres Superiores y, como tal lenguaje humano, tan antiguo como el propio habla. Música que torna cambiante la atmósfera circundante, convirtiéndola de alegre en triste, de relajada en solemne, de pacífica en belicosa. Música de gaita y tamboril como expresión de los más ancestrales sones del clan. Música y danzas que, desde el principio de los tiempos, han acompañado al hombre en su nacimiento, en su matrimonio, en su muerte. Música que empapa el aire de sonidos íntimamente ligados a la memoria colectiva. Música que, en si misma, no es otra cosa más que aire, simbolizando así el cuarto de los elementos básicos.
 
Las Águedas, en una fotografía reciente y en un recorte
de la prensa local (La Iberia) del año 1904...
La hoguera, fuego. El vino, agua y tierra. La música, aire. Los cuatro elementos en perfecta conjunción, engarzados en una ceremonia que tiene mucho de místico, de homenaje a la propia Gea, como sustentadora de vida; a la Madre Naturaleza, como propiciadora de esa vida. Un rito que, con todos los componentes señalados, se repetirá en cada una de esas tres fiestas, fechas claves en ese camino de purificación que llegará a su fin con la explosión de un Carnaval que, seguramente, no sería el mismo sin esas ceremonias preparatorias que hacen posible que cientos de almas individuales confluyan en una especie de gran alma colectiva que desemboca, con todas sus fuerzas, el sábado de Carnaval, arrastrando a su paso todos los convencionalismos, todas las reticencias y todo aquello que, desde el mundo de las tinieblas, pretenda cerrar el paso al naciente mundo de la luz. Un Carnaval que, cuando llegue, cerrará el círculo y será la expresión de la alegría del hombre nuevo que surge de ese proceso de conversión. Llegará entonces el reino (aunque sea de modo temporal y durante el escaso plazo de cuatro días) del desorden, de la anarquía, del caos. Porque eso ha de ser precisamente el Carnaval popular que nace, como último eslabón, de esa cadena de fiestas populares; un carnaval ajeno a reglamentaciones, que no entiende de horarios ni de rutinas, en el que cada nueva hora es distinta a la hora pasada, cada día una página en blanco, una historia aun por escribir.              

Así será si aprendemos a captar el sentido de estas fiestas, no como algo que se nos da hecho, sino como algo que nosotros mismos construimos. Si nos acostumbramos a mirarlas simplemente como días en rojo en nuestro calendario laboral, se habrán hecho realidad los temores de Caro Baroja: "Mientras el hombre ha creído, de una u otra forma, que su vida estaba sometida a fuerzas sobrenaturales, el Carnaval ha sido posible. Desde el momento en que todo se reglamenta, hasta la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a ideas de "orden social", "buen gusto", etc.., el Carnaval no puede ser más que una máquina de diversión de casino pretencioso. Todos sus encantos y turbulencias se acabaron".





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