Cambiamos de "tercio"... Abandono, por el momento, los artículos que publiqué en "La Voz de Miróbriga" y recupero las colaboraciones (pocas) que escribí para nuestro bienamado Libro del Carnaval... Empiezo con el de 2001, espero que os guste...
EL FORASTERO Y EL
BOMBO
(Un cuento de la Calle del
Toro)
El forastero
descendió del curioso entramado metálico desde el que había presenciado el paso
de los toros. Sintió como el intenso frío se adueñaba de su cuerpo llegando
hasta los pulmones y notó, con el primer paso, los incómodos pinchazos en los
pies, completamente dormidos tras pasar hora y media en aquella excéntrica
postura. Llevaba ya más de tres horas en Ciudad Rodrigo y, aunque desde que
bajó del autobús había sentido la misma contagiosa alegría que respiraban los
paisanos; aunque había podido compartir su calor (siquiera fuera en el tumulto
de las calles donde solamente a empujones se podía ganar el espacio suficiente
para avanzar), aun no había conseguido integrarse en aquel ambiente de Carnaval
que tanto le ofrecía, a pesar de las múltiples oportunidades que tuvo al
alcance de la mano y que sólo su exagerada timidez no había sabido aprovechar. No
era un asunto que le preocupase en exceso; siempre había sabido disfrutar de
sus viajes, aun estando completamente solo y, además, confiaba en que, más
tarde, unas cuantas cervezas le ayudasen a vencer aquella timidez que desde
niño había arrastrado. Así pues, decidió perder unos minutos y acercarse a
buscar su cámara fotográfica, que había dejado con su equipaje en la pensión
donde se alojaba. Con la grata sensación de que sus pies al fin despertaban e
iba entrando en calor puso rumbo en la dirección que recordaba haber tomado
horas antes, desandando lo andado y avanzando a trompicones por una bella plaza
de ambiente andaluz, atosigado por la gente y los tenderetes que abarrotaban
los soportales por los que se llegaba a la calle donde se alojaba.
Al principio pensó que se había
extraviado; que alguno de aquellos ríos humanos en los que se había visto
inmerso en los últimos minutos había trastocado por completo su habitual buen
sentido de la orientación. Comenzó a buscar referencias, pero todo concordaba:
la increíblemente hermosa estructura de la plaza de toros, toda ella de madera,
estaba en su sitio; el mugriento puesto callejero de frutos secos y el
desdentado anciano que lo atendía; el antiguo edificio de labradas cornisas que
daba inicio a la calle; todo parecía tal y como lo había memorizado aquella
mañana. Pero la calle no era la misma. El vacío callejón que recordaba había
desaparecido. Avanzando como pudo entre el gentío alcanzó a ver la placa en la
que figuraba grabado el nombre de la calle: “Calle del Toro”.
Una vez descartada la
equivocación la primera reacción fue de sorpresa. El viejo y tranquilo
callejón vacío se había transformado en un auténtico mar humano, en el que
libertad de escoger el propio camino no existía y donde los pasos de la gente
se encaminaban, necesariamente, allá donde la corriente los empujaba. A la
sorpresa siguió una leve sensación de angustia en la boca del estómago. No se
consideraba puntilloso en exceso pero si gustaba de dormir a pierna suelta, y
tenía la sensación de que aquella noche, en medio de aquel ruido, no lo iba a
conseguir. Y, por fin, a la angustia siguió una placentera oleada de alivio: el
callejón parecía ser lugar obligado de visita para los paisanos y, aunque el
sueño quedaba descartado estaba seguro de que, por mucho que bebiera, lograría
encontrar su pensión y, por tanto (y lo que era más importante), su cama. Es
más, ni siquiera tendría necesidad de salir de aquella calle para divertirse cuanto
quisiera. Los locales que por la mañana, envuelto como estaba en las brumas
somnolientas del largo viaje, le habían parecido tiendas cerradas por la
celebración del Carnaval, eran en realidad bares, tascas, mesones; en suma: "antros de vicio y perdición" y por consiguiente, y como todos los antros en días de Carnaval, catedrales del Rey Momo.
El viejo y tranquilo callejón vacío... |
Resignado y como quien se
interna en la batalla emprendió el penoso intento de recorrer los escasos
cuarenta metros que le separaban de la pensión. Al cabo de unos minutos y un
sin fin de codazos comprobó, desesperado, que apenas había iniciado aquel
salvaje maratón. Con una beatífica sonrisa en el rostro pensó que aquel era el
mejor modo de comprender lo que siente un espermatozoide en su alocada carrera
hacia su meta, compitiendo con otros mil que intentan alcanzarla antes. Sin
querer, y casi sin tocar el suelo, en volandas y atrapado en medio de un grupo
de personas disfrazadas de trogloditas se vio empujado hacia el interior del
primero de los bares de aquella calle, repleta de sorpresas, que ya sentía como
suya. Una vez dentro lo primero que comprobó, con sorpresa, fue que,
increíblemente, podía verse los pies, cosa que no había conseguido desde el
momento en que emprendió aquella aventura. Así pues, sintiéndose legítimo dueño
del espacio que tanto le había costado conquistar pidió, dejándose la voz en
el empeño, un litro de cerveza, cantidad que le pareció la adecuada para pasar
un buen rato descansado y tranquilo.
A perro flaco todo se le vuelven
pulgas, y, por supuesto, todo lo bueno se acaba. No pasó mucho tiempo antes de
que a traición y por la espalda sintiera el enésimo empujón de aquella
mañana, que esta vez le dejó incrustado en la barra del bar, barra cuyo borde
amenazaba seriamente con encajarse en sus maltrechas costillas. Había llegado
la charanga y, tras ella, otro alud de gente presta a rellenar los escasos
centímetros que quedaban libres. Si hasta entonces el hecho de llevarse la
cerveza a la boca había sido complicado ahora se convertía, por obra y gracia
de aquella charanga, en una casi imposible maniobra, pura exhibición de
equilibrismo. Y, de pronto, lo que tenía que pasar pasó. Lo único que acertó a
ver fue como el encargado del bombo en un repentino (y poco grácil) giro,
además de llevarse por delante a dos chicas jóvenes, tres cigarrillos
encendidos y dos vinos con gaseosa, hacía que el vaso de cerveza se estrellase
contra los dientes del forastero, quien entre escalofríos sintió como un
reguero de la fría bebida corría por su barbilla para no detenerse hasta llegar
al ombligo.
Quizás para limar asperezas o
quizás tan solo para descansar unos minutos, el músico le ofreció el bombo,
ofrecimiento que el forastero, no atreviéndose a despreciar lo que imaginaba un
alto honor, aceptó con una sonrisa.
Es evidente que un extraño, sin
ningún aditamento especial, puede pasar desapercibido, pero el forastero pronto
se dio cuenta de que un extraño con bombo es cosa digna de admiración ya que,
inmediatamente y casi sin quererlo, empezó a verse inmerso en el ambiente y a
convertirse en el centro de atención. Hechas las presentaciones todo el mundo
comenzó a llamarlo por su nombre, con una familiaridad mayor de la que había
esperado encontrar en una fiesta tan multitudinaria. Las conversaciones se
sucedían vertiginosas y las rondas se acumulaban mientras él, sin dejar de
prestar atención a todo aquel tropel de palabras que parecían tenerle como
único destinatario, dirigía ansiosas miradas a las escaleras situadas al fondo
del bar, escaleras que sabía conducían al patio
donde estaban los servicios, al tiempo que calibraba los minutos que
necesitaría para cruzar aquella marabunta, llegar al patio y poder dar alivio a
su torturado esfínter; tortura que crecía por momentos ya que cada golpe de
bombo repercutía, necesaria e invariablemente, sobre su vejiga.
Salvado tan molesto menester y
con el alivio casi místico que invade a uno en esos casos, el forastero comenzó
a escuchar. En aquel bar y en los muchos que le siguieron empezó a comprender
el Carnaval y también a sentirlo como propio. Le contaron que las barras
metálicas donde había visto los toros se llamaban agujas y que no había visto
simplemente “pasar los toros”, sino el encierro. Aprendió a apreciar la
especial luz, los colores y los sonidos propios del Carnaval y también a
controlar su corazón cuando, esperando los toros, sientes que se escapa del
pecho a cada golpe de badajo del Reloj Suelto. Se dio cuenta de la absoluta y
bendita anarquía de un Carnaval donde no había reglas, ni uniformes, ni
horarios, y aprendió también a amar aquella anarquía y a practicar aquel
placentero “dejarse llevar”, contra el que era inútil, además de poco práctico,
entablar cualquier tipo de resistencia. Aprendió a reír, a soñar, a vivir, a
cantar. Y continuó aprendiendo toda la larga, larguísima noche. Y disfrutó de
todo lo aprendido hasta el límite, hasta exprimir la última gota de aquellos
minutos que deseaba eternos. Y transformó el Carnaval en algo suyo, en parte
inseparable de sí mismo. Y pasaron, cálidas y suaves, las horas...
Ya por la mañana en el autobús mientras, absorto, dibujaba en el vaho de los helados cristales, su mente
repasaba aquel último día que recordaba casi como un sueño, irreal pero nítido;
un bello sueño al que se agarraba como tabla de náufrago antes de hundirse de
nuevo en su tediosa y monótona realidad. Por supuesto, nunca llegó a usar, ni
siquiera a recoger, aquella cámara fotográfica cuyo carrete permanecería, in saecula saeculorum. virginal
y sin recuerdos. En realidad, solo había vuelto a la pensión minutos antes de
partir para ducharse y cambiarse, mientras contemplaba aquella cama sin
deshacer, evidencia palpable de que aquel sueño que comenzó con un bombo era
plenamente real. A nadie había pedido dirección ni teléfono, ni tampoco a él se
lo habían pedido. Aparte de algunos nombres poco más sabía de quienes habían
sido sus anfitriones y cómplices aquella noche. Ni lo sabía ni necesitaba
saberlo. Estaba seguro de que volvería a Ciudad Rodrigo y a aquel Carnaval.
Sabía que volvería a aquella calle y a aquella gente, y que ambos estarían
esperándole.
Y mientras se dejaba arrullar
por el sueño le venían a la memoria, machaconamente, las palabras de Humphrey
Bogart en Casablanca: “Siempre nos quedará la Calle Toro”. O algo parecido...
Jesús Hernández Hernández 21-diciembre.2000
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