viernes, 29 de enero de 2016

EL CICLO DEL CARNAVAL

Seguimos con las colaboraciones para el Libro de Carnaval y nos vamos a 2002... Soy el primero en reconocer que este año el artículo me salió rarito, rarito...

EL CICLO DEL CARNAVAL


Desde la más remota antigüedad la raza humana ha sentido la necesidad de comprender el paso del tiempo, de conocer sus mecanismos para usarlos en provecho propio, de predecir el cambio de las estaciones para acomodar a esos cambios las pautas de su existencia. Esa necesidad, esa urgencia vital de la que, en gran medida, ha dependido siempre su supervivencia, se ha plasmado históricamente en los calendarios, en el señalamiento de días fastos y nefastos, en la determinación, en suma, de las épocas propicias para llevar a cabo los distintos trabajos y rituales que marcaban los más importantes hitos o jalones de su vida, tanto en el plano temporal como en el ámbito espiritual. Ya fuera observando el Sol, ya fuera en base a los ciclos lunares; bien sirviéndose de monumentos megalíticos como los de Stonehenge, bien de pirámides como las mayas o aztecas o bien del complicado Intihuanata inca de Machu Picchu, por no hablar de las ya reconocidas pirámides egipcias, lo cierto es que el hombre siempre ha querido fijar el paso de los días, de los meses, de los años, y conocer en cada momento que es lo que podía esperar del tiempo que le tocaba vivir. Fruto de esa constante observación del tiempo ha sido, por ejemplo, la tradición de los “doce días” que van desde la Navidad a Epifanía, como una prefiguración de los doce meses del año. Los campesinos de Europa entera determinan en base a ellos la temperatura y la lluvia de los doce meses del año venidero. También en otras culturas existe esta misma tradición: en la fiesta de los Tabernáculos en el mundo judío o en los doce días del centro del invierno para los indios védicos. 

  Y, como consecuencia lógica de esos conocimientos, el hombre ha ido consagrando cada época concreta del año a una determinada y específica deidad, asegurándose de este modo su amparo en las distintas parcelas de su vida diaria. Así, la época de la siembra, la de la recogida de los frutos del campo, la del nacimiento de sus animales y tantas otras han sido colocadas bajo la tutela de sus respectivos Dioses protectores, llámense Cibeles, Ceres, Diana, Demeter, Indra, Gea o tantos otros.

Y si esto ha sucedido en el aspecto meramente temporal referido a las cosechas o al cuidado de los animales, también en el plano espiritual, como decíamos antes, la humanidad ha determinado históricamente ciertas épocas del año especialmente favorables para la regeneración y purificación del alma; para la limpieza del “yo” interior. Unas y otras han llegado, inmutables y prevaleciendo por encima de las religiones y las culturas, hasta nuestros días. Buen ejemplo de ello pueden ser festividades como las de la nochebuena o San Juan. La fecha que los más primitivos pueblos celebraron como el solsticio de invierno, pasó luego a romanizarse como las fiestas de las Saturnales y, más tarde, tomó patente de festividad cristiana como la Nochebuena. Otro tanto sucede con la noche de San Juan, coincidente con el solsticio de verano. En ambos casos, las fechas se han mantenido incólumes, independientemente de sus connotaciones religiosas, como días especialmente fastos; lo relevante en ellas no es el nombre que actualmente podamos ver escrito en letra pequeña en los almanaques, sino su especial y concreta localización temporal en esa especie de recorrido astral que es el calendario.
 
San Blas... tiempo de ritos...
En este sentido, una de esas épocas que siempre han sido consideradas como especialmente propicias para lo espiritual, para la regeneración interior del ser humano, es el período de tiempo que transcurre desde el Año Nuevo hasta el Carnaval. El tránsito del mundo viejo al mundo nuevo; la inversión de los valores establecidos; el comienzo del resurgir del sol sobre las tinieblas... Todos los elementos que confluyen en estas fechas las han convertido en una especie de recorrido místico, un camino de purificación y conversión al que en todas las culturas se ha otorgado una clara relevancia. Es el llamado “Ciclo del Carnaval”, a lo largo del cual, determinadas fechas marcan las distintas etapas o fases de ese místico y atávico proceso de regeneración.

Dado que este artículo no tiene ninguna pretensión doctrinal o histórica y que, simplemente obedece a un mero impulso y desahogo personal, no me resisto a hablar, aunque sea de forma breve, de uno de los temas más denostados por la llamada Historia Oficial: las connotaciones mágicas o esotéricas de la Militia Templi, los Caballeros Templarios. Siempre se ha hablado de las presuntas raíces gnósticas del pensamiento templario, si cabe hablar de tal pensamiento. Muchos de sus ritos y símbolos encuentran fácilmente su origen en doctrinas muy al margen del cristianismo: el culto a Mitra, la filosofía sufí, la cábala hebrea... Ignoro de cual de estas fuentes bebieron los templarios para considerar como fiestas de especial relevancia todas aquellas ligadas al ciclo del Carnaval, pero lo cierto es que entre esas fiestas señaladas se hallaban los Santos Inocentes, San Antón, San Vicente y San Blas. También en este caso parece que las influencias gnósticas determinaron la elección de esas fechas, no por las advocaciones marcadas por la Iglesia Católica para esos días, sino por su especial incardinación como fechas claves del Ciclo del Carnaval. Muestra de ello es que, a pesar de la importancia con que el Temple celebraba esas festividades, los santos señalados no figuran, sin embargo, entre sus predilectos a la hora de dedicar los innumerables templos que levantaron. Así, es fácil encontrar numerosas iglesias templarias dedicadas a San Miguel, o a San Juan, por no hablar de las incontables dedicadas a Nuestra Señora (clara influencia de su primitivo ideólogo, Bernardo de Clairvaux), pero muy pocas figuran bajo la advocación de los referidos Santos.

Recordemos que, para los Pobres Caballeros de Cristo el ciclo señalado comenzaba en la festividad de los Santos Inocentes, con las “fiestas de los locos”, día de clara inversión de valores, en el que los primeros y los últimos, los señores y los vasallos, alternaban sus papeles trastocando por completo una sociedad tan inmovilista, en lo social, como la sociedad medieval. Seguía el ciclo con las festividades ya mencionadas de San Antón (17 de enero), San Vicente (22 de enero) y San Blas (3 de febrero). Y, por fin, la culminación de ese tránsito espiritual llegaba con las fiestas del carnaval. Todo este período estaba ligado al viaje de las almas tras la muerte, a la renovación, al cambio, al abrirse las puertas de mundos nuevos, al resurgimiento de la vida tras la muerte, plasmada en el fin del invierno y la cercanía de la primavera, a la purificación y la renovación, en definitiva.     
 
Hogueras de San Juan.
Resulta curioso comprobar como, salvo la pequeña diferencia que supone el trasladar el 22 de enero (San Vicente) al día 20 del mismo mes (San Sebastián), el ciclo de festividades templarias coincide, casi exactamente, con el rosario de fiestas que jalonan el ante-carnaval mirobrigense. Con la única excepción del día de los Santos Inocentes (actualmente en desuso, pero que, sin embargo, antaño fue celebrado, incluso en el ámbito eclesiástico, recuérdese la tradición del obispillo de San Nicolás, en la catedral civitatense) las otras fechas clave en ese “camino de renovación” se mantienen inalteradas, en medio de un Ciclo del Carnaval en el que, además de las ya citadas, tienen cabida otras muchas fiestas, caracterizadas todas ellas por su acusado componente popular, ajeno a oficialismos y convenciones; basta recordar la festividad de las Candelas (con una localización cronológica cargada de simbolismo, exactamente en el punto intermedio entre el solsticio y el equinoccio), los jueves de Comadres y Compadres o Santa Águeda (otra fecha determinante en ese proceso de inversión de los valores establecidos).
Si analizamos, siquiera sea de forma somera, estas tres fiestas de tan honda raigambre entre los mirobrigenses; si las despojamos de todos aquellos elementos religiosos con los que la Iglesia ha “santificado” esos días; si nos quedamos con la parte más puramente profana, su núcleo más atávico, hemos de referirnos precisamente a aquellos ritos que han quedado enmarcados, por el correr del tiempo, en las jornadas de vísperas: la hoguera, el vino y la música. Son, éstos, factores que coinciden en las tres festividades, San Antón, San Sebastián y San Blas.
 
San Antón...
La hoguera. El fuego. Uno de los cuatro elementos básicos. El rito purificador por excelencia. Fuego que se alimenta de los despojos de otro de nuestros totems: la encina, el árbol sagrado. Ese fuego que, reflejado en las pupilas, parece estar devorando el alma de todos aquellos que, en torno suyo, contemplan como una liturgia el inquietante movimiento de unas llamas que, horas más tarde, se convertirán en rescoldo y cenizas, como símbolo de lo efímero y de que todo, incluso las más pavorosas potencias, son pasajeras. Fuego que transforma, fuego que destruye, pero que también calienta y crea.      
El vino, en su doble concepción de sublimador de los sentidos y de droga iniciática de la tribu; puerta de acceso a otros niveles de consciencia. Vino que, como componente esencial de esta liturgia, es compartido por los integrantes de ese círculo mágico alrededor del fuego, en una especie de comunión profana que refuerza los lazos entre los que participan de ella. Vino que simboliza otros dos de los elementos básicos: el agua, en su condición de líquido y la tierra, pues es en ella donde encuentra sus orígenes, a través de las raíces de la vid.
La música. Forma de comunicación no solamente con los semejantes, sino también con los Seres Superiores y, como tal lenguaje humano, tan antiguo como el propio habla. Música que torna cambiante la atmósfera circundante, convirtiéndola de alegre en triste, de relajada en solemne, de pacífica en belicosa. Música de gaita y tamboril como expresión de los más ancestrales sones del clan. Música y danzas que, desde el principio de los tiempos, han acompañado al hombre en su nacimiento, en su matrimonio, en su muerte. Música que empapa el aire de sonidos íntimamente ligados a la memoria colectiva. Música que, en si misma, no es otra cosa más que aire, simbolizando así el cuarto de los elementos básicos.
 
Las Águedas, en una fotografía reciente y en un recorte
de la prensa local (La Iberia) del año 1904...
La hoguera, fuego. El vino, agua y tierra. La música, aire. Los cuatro elementos en perfecta conjunción, engarzados en una ceremonia que tiene mucho de místico, de homenaje a la propia Gea, como sustentadora de vida; a la Madre Naturaleza, como propiciadora de esa vida. Un rito que, con todos los componentes señalados, se repetirá en cada una de esas tres fiestas, fechas claves en ese camino de purificación que llegará a su fin con la explosión de un Carnaval que, seguramente, no sería el mismo sin esas ceremonias preparatorias que hacen posible que cientos de almas individuales confluyan en una especie de gran alma colectiva que desemboca, con todas sus fuerzas, el sábado de Carnaval, arrastrando a su paso todos los convencionalismos, todas las reticencias y todo aquello que, desde el mundo de las tinieblas, pretenda cerrar el paso al naciente mundo de la luz. Un Carnaval que, cuando llegue, cerrará el círculo y será la expresión de la alegría del hombre nuevo que surge de ese proceso de conversión. Llegará entonces el reino (aunque sea de modo temporal y durante el escaso plazo de cuatro días) del desorden, de la anarquía, del caos. Porque eso ha de ser precisamente el Carnaval popular que nace, como último eslabón, de esa cadena de fiestas populares; un carnaval ajeno a reglamentaciones, que no entiende de horarios ni de rutinas, en el que cada nueva hora es distinta a la hora pasada, cada día una página en blanco, una historia aun por escribir.              

Así será si aprendemos a captar el sentido de estas fiestas, no como algo que se nos da hecho, sino como algo que nosotros mismos construimos. Si nos acostumbramos a mirarlas simplemente como días en rojo en nuestro calendario laboral, se habrán hecho realidad los temores de Caro Baroja: "Mientras el hombre ha creído, de una u otra forma, que su vida estaba sometida a fuerzas sobrenaturales, el Carnaval ha sido posible. Desde el momento en que todo se reglamenta, hasta la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a ideas de "orden social", "buen gusto", etc.., el Carnaval no puede ser más que una máquina de diversión de casino pretencioso. Todos sus encantos y turbulencias se acabaron".





EL FORASTERO Y EL BOMBO (Un cuento de la Calle del Toro)

Cambiamos de "tercio"... Abandono, por el momento, los artículos que publiqué en "La Voz de Miróbriga" y recupero las colaboraciones (pocas) que escribí para nuestro bienamado Libro del Carnaval... Empiezo con el de 2001, espero que os guste...

EL FORASTERO Y EL BOMBO
(Un cuento de la Calle del Toro)

El forastero descendió del curioso entramado metálico desde el que había presenciado el paso de los toros. Sintió como el intenso frío se adueñaba de su cuerpo llegando hasta los pulmones y notó, con el primer paso, los incómodos pinchazos en los pies, completamente dormidos tras pasar hora y media en aquella excéntrica postura. Llevaba ya más de tres horas en Ciudad Rodrigo y, aunque desde que bajó del autobús había sentido la misma contagiosa alegría que respiraban los paisanos; aunque había podido compartir su calor (siquiera fuera en el tumulto de las calles donde solamente a empujones se podía ganar el espacio suficiente para avanzar), aun no había conseguido integrarse en aquel ambiente de Carnaval que tanto le ofrecía, a pesar de las múltiples oportunidades que tuvo al alcance de la mano y que sólo su exagerada timidez no había sabido aprovechar. No era un asunto que le preocupase en exceso; siempre había sabido disfrutar de sus viajes, aun estando completamente solo y, además, confiaba en que, más tarde, unas cuantas cervezas le ayudasen a vencer aquella timidez que desde niño había arrastrado. Así pues, decidió perder unos minutos y acercarse a buscar su cámara fotográfica, que había dejado con su equipaje en la pensión donde se alojaba. Con la grata sensación de que sus pies al fin despertaban e iba entrando en calor puso rumbo en la dirección que recordaba haber tomado horas antes, desandando lo andado y avanzando a trompicones por una bella plaza de ambiente andaluz, atosigado por la gente y los tenderetes que abarrotaban los soportales por los que se llegaba a la calle donde se alojaba. 

Al principio pensó que se había extraviado; que alguno de aquellos ríos humanos en los que se había visto inmerso en los últimos minutos había trastocado por completo su habitual buen sentido de la orientación. Comenzó a buscar referencias, pero todo concordaba: la increíblemente hermosa estructura de la plaza de toros, toda ella de madera, estaba en su sitio; el mugriento puesto callejero de frutos secos y el desdentado anciano que lo atendía; el antiguo edificio de labradas cornisas que daba inicio a la calle; todo parecía tal y como lo había memorizado aquella mañana. Pero la calle no era la misma. El vacío callejón que recordaba había desaparecido. Avanzando como pudo entre el gentío alcanzó a ver la placa en la que figuraba grabado el nombre de la calle: “Calle del Toro”.    

Una vez descartada la equivocación la primera reacción fue de sorpresa. El viejo y tranquilo callejón vacío se había transformado en un auténtico mar humano, en el que libertad de escoger el propio camino no existía y donde los pasos de la gente se encaminaban, necesariamente, allá donde la corriente los empujaba. A la sorpresa siguió una leve sensación de angustia en la boca del estómago. No se consideraba puntilloso en exceso pero si gustaba de dormir a pierna suelta, y tenía la sensación de que aquella noche, en medio de aquel ruido, no lo iba a conseguir. Y, por fin, a la angustia siguió una placentera oleada de alivio: el callejón parecía ser lugar obligado de visita para los paisanos y, aunque el sueño quedaba descartado estaba seguro de que, por mucho que bebiera, lograría encontrar su pensión y, por tanto (y lo que era más importante), su cama. Es más, ni siquiera tendría necesidad de salir de aquella calle para divertirse cuanto quisiera. Los locales que por la mañana, envuelto como estaba en las brumas somnolientas del largo viaje, le habían parecido tiendas cerradas por la celebración del Carnaval, eran en realidad bares, tascas, mesones; en suma: "antros de vicio y perdición" y por consiguiente, y como todos los antros en días de Carnaval, catedrales del Rey Momo.
El viejo y tranquilo callejón vacío...

Resignado y como quien se interna en la batalla emprendió el penoso intento de recorrer los escasos cuarenta metros que le separaban de la pensión. Al cabo de unos minutos y un sin fin de codazos comprobó, desesperado, que apenas había iniciado aquel salvaje maratón. Con una beatífica sonrisa en el rostro pensó que aquel era el mejor modo de comprender lo que siente un espermatozoide en su alocada carrera hacia su meta, compitiendo con otros mil que intentan alcanzarla antes. Sin querer, y casi sin tocar el suelo, en volandas y atrapado en medio de un grupo de personas disfrazadas de trogloditas se vio empujado hacia el interior del primero de los bares de aquella calle, repleta de sorpresas, que ya sentía como suya. Una vez dentro lo primero que comprobó, con sorpresa, fue que, increíblemente, podía verse los pies, cosa que no había conseguido desde el momento en que emprendió aquella aventura. Así pues, sintiéndose legítimo dueño del espacio que tanto le había costado conquistar pidió, dejándose la voz en el empeño, un litro de cerveza, cantidad que le pareció la adecuada para pasar un buen rato descansado y tranquilo.

A perro flaco todo se le vuelven pulgas, y, por supuesto, todo lo bueno se acaba. No pasó mucho tiempo antes de que a traición y por la espalda sintiera el enésimo empujón de aquella mañana, que esta vez le dejó incrustado en la barra del bar, barra cuyo borde amenazaba seriamente con encajarse en sus maltrechas costillas. Había llegado la charanga y, tras ella, otro alud de gente presta a rellenar los escasos centímetros que quedaban libres. Si hasta entonces el hecho de llevarse la cerveza a la boca había sido complicado ahora se convertía, por obra y gracia de aquella charanga, en una casi imposible maniobra, pura exhibición de equilibrismo. Y, de pronto, lo que tenía que pasar pasó. Lo único que acertó a ver fue como el encargado del bombo en un repentino (y poco grácil) giro, además de llevarse por delante a dos chicas jóvenes, tres cigarrillos encendidos y dos vinos con gaseosa, hacía que el vaso de cerveza se estrellase contra los dientes del forastero, quien entre escalofríos sintió como un reguero de la fría bebida corría por su barbilla para no detenerse hasta llegar al ombligo.

Quizás para limar asperezas o quizás tan solo para descansar unos minutos, el músico le ofreció el bombo, ofrecimiento que el forastero, no atreviéndose a despreciar lo que imaginaba un alto honor, aceptó con una sonrisa.
 
...un extraño con bombo es cosa digna de admiración...
Es evidente que un extraño, sin ningún aditamento especial, puede pasar desapercibido, pero el forastero pronto se dio cuenta de que un extraño con bombo es cosa digna de admiración ya que, inmediatamente y casi sin quererlo, empezó a verse inmerso en el ambiente y a convertirse en el centro de atención. Hechas las presentaciones todo el mundo comenzó a llamarlo por su nombre, con una familiaridad mayor de la que había esperado encontrar en una fiesta tan multitudinaria. Las conversaciones se sucedían vertiginosas y las rondas se acumulaban mientras él, sin dejar de prestar atención a todo aquel tropel de palabras que parecían tenerle como único destinatario, dirigía ansiosas miradas a las escaleras situadas al fondo del bar, escaleras que sabía conducían al patio donde estaban los servicios, al tiempo que calibraba los minutos que necesitaría para cruzar aquella marabunta, llegar al patio y poder dar alivio a su torturado esfínter; tortura que crecía por momentos ya que cada golpe de bombo repercutía, necesaria e invariablemente, sobre su vejiga.    

Salvado tan molesto menester y con el alivio casi místico que invade a uno en esos casos, el forastero comenzó a escuchar. En aquel bar y en los muchos que le siguieron empezó a comprender el Carnaval y también a sentirlo como propio. Le contaron que las barras metálicas donde había visto los toros se llamaban agujas y que no había visto simplemente “pasar los toros”, sino el encierro. Aprendió a apreciar la especial luz, los colores y los sonidos propios del Carnaval y también a controlar su corazón cuando, esperando los toros, sientes que se escapa del pecho a cada golpe de badajo del Reloj Suelto. Se dio cuenta de la absoluta y bendita anarquía de un Carnaval donde no había reglas, ni uniformes, ni horarios, y aprendió también a amar aquella anarquía y a practicar aquel placentero “dejarse llevar”, contra el que era inútil, además de poco práctico, entablar cualquier tipo de resistencia. Aprendió a reír, a soñar, a vivir, a cantar. Y continuó aprendiendo toda la larga, larguísima noche. Y disfrutó de todo lo aprendido hasta el límite, hasta exprimir la última gota de aquellos minutos que deseaba eternos. Y transformó el Carnaval en algo suyo, en parte inseparable de sí mismo. Y pasaron, cálidas y suaves, las horas...

Ya por la mañana en el autobús mientras, absorto, dibujaba en el vaho de los helados cristales, su mente repasaba aquel último día que recordaba casi como un sueño, irreal pero nítido; un bello sueño al que se agarraba como tabla de náufrago antes de hundirse de nuevo en su tediosa y monótona realidad. Por supuesto, nunca llegó a usar, ni siquiera a recoger, aquella cámara fotográfica cuyo carrete permanecería, in saecula saeculorum. virginal y sin recuerdos. En realidad, solo había vuelto a la pensión minutos antes de partir para ducharse y cambiarse, mientras contemplaba aquella cama sin deshacer, evidencia palpable de que aquel sueño que comenzó con un bombo era plenamente real. A nadie había pedido dirección ni teléfono, ni tampoco a él se lo habían pedido. Aparte de algunos nombres poco más sabía de quienes habían sido sus anfitriones y cómplices aquella noche. Ni lo sabía ni necesitaba saberlo. Estaba seguro de que volvería a Ciudad Rodrigo y a aquel Carnaval. Sabía que volvería a aquella calle y a aquella gente, y que ambos estarían esperándole.

Y mientras se dejaba arrullar por el sueño le venían a la memoria, machaconamente, las palabras de Humphrey Bogart en Casablanca: “Siempre nos quedará la Calle Toro”. O algo parecido...

  Jesús Hernández Hernández    21-diciembre.2000


domingo, 17 de enero de 2016

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... San Blas.

            Shalom, lectores. Decían los druidas celtas que la fuerza vital, la energía que mueve el mundo, fluye por ocultos y definidos senderos subterráneos y que, cuando dos de esos senderos se cruzan en un punto concreto, la energía allí acumulada es de tal magnitud que hace de esos lugares centros sagrados, idóneos para el culto al Ser Supremo. Quizás esta teoría sea cierta, a juzgar por las muchas iglesias católicas que ocupan el sitio de antiguos templos dedicados al culto de primitivos dioses (aunque, probablemente, el Dios siempre sea el mismo y solamente los humanos nos empeñamos, absurdamente, en cambiarle el nombre).

            Lejos de mi el afirmar que La Caridad fuese el sitio escogido por nuestros antepasados wetones para honrar a sus dioses, pero lo cierto es que algo especial, magnético, entra por los poros al traspasar sus muros. A lo mejor son sólo imaginaciones del temeroso espíritu de este pobre Lumbroso, pero cada año, por San Blas, parecen deslizarse entre las piedras las sombras de sus pretéritos moradores, percibiéndose su presencia incluso en el mismo aire, grave, empapado de cánticos monacales, aunque, cada 3 de febrero, los lejanos ecos de un mil veces entonado De Profundis cederán su espacio a los alegres sones de la gaita y el tamboril. Otros ecos casi perdidos se unirán también al festivo ambiente; los cansados pasos de un viejo monje, el andar alocado y presuroso de algún inquieto novicio, los marciales taconazos del General Junot, la adusta voz de mando del Mariscal Ney...


           
Todo ello será, sin embargo, accesorio en este 3 de febrero, festividad de San Blas, otro de esos días que, como decíamos la pasada semana, unen, como cuentas de un Rosario, la Navidad y los Carnavales. Resulta curioso comprobar la poca atención que dedica la prensa mirobrigense de los años 50 a esta celebración. Apenas alguna nota escueta nos habla de ella, como la publicada en el nº 83, el día 7 de febrero de 1954, "Se celebró la festividad de San Blas, acudiendo poca gente en romería a La Caridad, pues el día fue "de perros" y los más se quedaron a la luz de la candela. Acudió el pleno de la Corporación a recibir la "gargantilla" y venerar la reliquia en la parroquia de San Isidoro, como ya es tradicional, devoción que secundan los mirobrigenses con verdadero fervor hacia el Santo protector de enfermedades de la garganta.". Parece, pues, que el incremento experimentado por la romería de La Caridad ha sido directamente proporcional al abandono sufrido por la imagen que del Obispo de Sebaste se venera en San Pedro, ¡Devotos habrá para ambas, digo yo!. 

            Veamos también como reflejaba la prensa, años antes, esta festividad. Recurrimos para ello a “La Iberia”, del día 8 de febrero de 1908: En la hermosa pradera se confundían la modesta artesana con la más aristócrata señorita, unas saltando a la comba, otras jugando al “corro” y bailando las demás, todas demostraban su alegría y las mamás contemplaban llenas de entusiasmo el cuadro de felicidad que se ofrecía a su vista, recordando al mismo tiempo, aquellos que pasaron, en los que las que hoy eran espectadoras ayer fueron partes principales en la fiesta democrática que presenciaban... ¡Cuanta merienda y que variada!, ¡Cuanta juventud y belleza reunidas!. A pesar de que abundaban los puestos de bebidas escaseaban las “merluzas de secano” (...) falta decir que por la mañana hubo misa en la derruida iglesia, la que amenaza un peligro constante...”  
 
Recorte de "la Iberia", 7 de febrero de 1904.
            Otro año más, como tantos años pasados, los muros de La Caridad acogerán a una multitud anhelosa. Hambrientos unos de bendiciones, hambrientos otros de tradición y otros...simplemente hambrientos, con el pensamiento puesto en el crepitar de una longaniza bajo las brasas y el trago generoso de vino que alivie sus gaznates, complementando así la acción protectora de la gargantilla, pues es justo y necesario adoptar cuantas precauciones sean posibles para que la garganta aguante todo lo que de bueno le espera de aquí al Miércoles de Ceniza. Otro año más, en peculiar mixtura, la devoción se mezclara con la risa, los ritos religiosos con antañones bailes paganos, sin que en nada se desvirtúen ni los unos ni los otros. De nuevo, un mar de pasiones invadirá, presuroso, la quietud del viejo cenobio premostratense. Y por encima de todos, cobijándonos con su manto protector, San Blas. Como dijera Andrés M. Sánchez Gil en su pregón de 1990: "Ahora, Blas, escúchanos/ Ya tienes aquí reunida/ bajo tu copioso manto/ a tu Santa Cofradía/ que te implora en estos días/ hace, ya, quinientos años/ Ayúdanos en la vida.../ Ayúdanos en el llanto.../ Ayúdanos en la lucha/ Ayúdanos ...en el campo/ que nosotros, campesinos/ tenemos rejas y arados/ y corceles y simientes/ ovejas, vacas...y ganchos/ para colgar las miserias/ de las que estamos cansados."     


            Así pues, ya saben. Imploremos la protección del Santo y ... a La Caridad, señores. Feliz semana y Mazel Tov

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... San Sebastián.

Hasta ahora he ido publicando los distintos artículos de "Cuarenta años no es nada..." en el mismo orden en el que aparecieron en su día en "la Voz de Miróbriga". Hoy, para adaptarme al "calendario festivo" me salto unos cuantos (que ya subiré) y me voy directamente a San Sebastián... Éste es el artículo:

 Shalom, lectores. Hace ya muchos años, quiso el ingenio de este bendito pueblo (sin duda, bajo alguna forma de inspiración divina) dedicar sus más fervientes alabanzas, dentro del amplio Santoral católico, a los Santos Sebastián, Blas y Antón. La elección, desde un punto de vista estético, no pudo ser más lógica; siempre sonarán mejor en una plegaria los nombres mencionados que los de otros santos que transitan por esas mismas fechas, como, por ejemplo, Gumersindo, Ansgario, Cirilo o Metodio, por no hablar del muy circunspecto San Severo.

            Al mismo tiempo, la más antigua manifestación del feminismo radical, en particular golpe de estado contra el machismo imperante, reservó para el gobierno de las mujeres el día de Santa Agueda. Todo ello convirtió este inicio del año en fechas en las que, exagerando, podría decirse que el día que no es fiesta, es víspera. Tiempo de vino y rosas en el que el espíritu mirobrigense, en filosófico panta rei, fluye inexorablemente hacia la apoteosis de Don Carnal (olvidemos, por ahora, que Doña Cuaresma volverá a imponer su ley). Con el alma aún rebosante de alegría navideña, un redoble de tambores nos indicará que es hora de subir al Santo. Poco más tarde, la hoguera de San Antón será preludio de otra hoguera, la de la víspera de San Sebastián, cuyo calor habremos de guardar para, al día siguiente, acompañar al Glorioso Patrono de nuevo a su tranquilo reposo, entre los muros de San Cristóbal. Y si, en los días posteriores, se enfría en algo nuestro ánimo, diremos, como Rick en Casablanca, "Siempre nos quedará la hoguera de San Blas"; París, en este caso, nos espera en La Caridad.
 
Procesión de San  Sebastián (c. 1905)
            De entre las festividades que acabamos de mencionar, sin duda la más esperada por los mirobrigenses, y también la más sentida, es la de San Sebastián. A juzgar por este artículo del “Eco del Águeda”. de 1927 parece que, por aquellos años, la fiesta estaba llena de fuerza: La tradición se sostiene vigorosamente a través de los años. Y, cada vez con más fervor, los mirobrigenses acuden a escoltar, en su tránsito por las calles, al príncipe honorario de la milicia, al Santo Mártir. Los tambores que Mederos y Marcule heredaran de Desiderio preceden, con su interminable redoblar, a la procesión... Suena el reloj suelto...”. Sin embargo, en los años 50 la fiesta parece que decayó notablemente... Me gustaría transcribir determinados párrafos de un artículo publicado en el nº 28 de La Voz, del día 18 de Enero de 1953. El autor fue Horacio García Lorenzo, director de este periódico en aquellas fechas: "Nos referimos, concretamente, nada menos que a la fiesta del Glorioso Patrono de nuestra ciudad. Apena observar que aquella devoción que los llorados le dedicaran con tan cálido fervor vaya decayendo lastimosamente hasta convertir la subida y bajada del Santo en un acto de puro formulismo glacial, que a este ritmo dará al traste con nuestra tradición en este aspecto tan importante y de tan rancio abolengo (...) No, esto no debe continuar por tan peligroso camino; es preciso que la brillantez de la fiesta no quede sólo a cargo de los celosos mayordomos, es necesario ayudarles (...) alguna fiesta profana acompañada de otra cultural y el interés de todos los mirobrigenses por honrar a su Patrono con brillantez, serían los puntales del sostenimiento de la fiesta, que a este paso amenaza derrumbarse, llevándose consigo el trozo más arraigado de nuestra tradición".
 
San Sebastián 1951... Los Cardoso portando los redoblantes que
años antes "...Mederos y Marcule heredaran de Desiderio..."
            Los malos augurios que contenía este artículo no se cumplieron, y, al fin, las negras y amenazantes nubes pasaron de largo, llevadas por buenos vientos. No obstante, vano sería enorgullecerse de los aciertos de hoy si no tomásemos como lección los errores de ayer. Todas las tradiciones que rodean a la festividad de San Sebastián son parte de nuestras raíces y, como tales, han de ser cuidadas con mimo. El sencillo redoble de unos tambores; el sereno y solemne caminar (pausado y pautado) de la Banda de Música; el orgulloso pendón de la Cofradía señalando, señorial, el domicilio de los mayordomos; el tránsito de la imagen de los laicos hombros edilicios a las venerables espaldas de los Canónigos; los chochos y el vino al calor de una hoguera que, cuando sea apenas rescoldo, será mil veces saltada; el sonar del Reloj Suelto al paso por la Plaza Mayor, preludio de otros cercanos y festivos sones (a algún amigo se le salta el corazón del pecho a cada golpe de badajo); el vistoso uniforme de los Maceros; los abrigos nuevos de los concejales; el suave ondular de las pañosas; el acompañamiento del Obispo al Palacio Episcopal, de la Corporación al Ayuntamiento, de los mayordomos a su casa, cada mochuelo a su olivo, dicho sea lejos de toda irreverencia; la emotiva ofrenda a los defensores de la Ciudad... e incluso otras tradiciones de carácter más privado, como las comidas de la Peña Gutemberg y sus prolongadas ( en realidad casi interminables, mas, por desgracia, finitas) sobremesas. Remedando  (y casi remendando) la frase cervantina sobre Salamanca, podría decirse: "Peña Gutemberg, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado". 

            Todas estas pequeñas cosas son las que convierten a Ciudad Rodrigo en lo que es. Sin ellas, subsistiría, pero...¿Viviría?. Por hoy nada más. Feliz semana y Mazel Tov.  

domingo, 10 de enero de 2016

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... Peleas de gallos en Ciudad Rodrigo.

Shalom, lectores. Decía un historiador local, hace muchos años, que los habitantes de Ciudad Rodrigo, como naturales de un pueblo regido por el Dios Marte, eran de natural belicosos y dados a las cosas de las armas. Quizás sea mucho decir de un pueblo cuya máxima fatalidad histórica ha sido la de verse continuamente mezclado en disputas territoriales con nuestros vecinos portugueses o en algún que otro conflicto promovido por el afán de "grandeur" de los del piso de arriba. Lo cierto es que, una vez perdido el importante componente castrense de esta plaza, capitalidad militar de la Provincia incluida, y como diría Hernández Vegas: "...desaparecida, últimamente, hasta la pequeña guarnición que, como de limosna, se nos había dejado", ese presunto "natural belicoso" de los mirobrigenses hubo de encauzarse hacia otras modalidades de lucha que, incruentas para el hombre, tienen como protagonistas, no a mariscales ni brigadieres, sino a los "hermanos animales", que diría el poverello de Asís.

            Así, dejando a un lado la secular afición a los toros en estas tierras, vamos a hablar hoy de una práctica que, al menos para este pobre Lumbroso que les habla, le era totalmente desconocida: las peleas de gallos en Ciudad Rodrigo.

Recorte de una crónica taurina de Gregorio Corrochano en ABC (17-09-1935)
            Siendo, como decíamos más arriba, nuestra ciudad hasta los primeros años del siglo relevante plaza militar, no es extraño que esta afición hubiese sido importada por alguno de aquellos bizarros soldados que marcharon a Cuba a defender el ya decrépito y agonizante pabellón del Imperio Español contra los "insurrectos mambises", en sangrienta y patética guerra en la que España gastó, en frase de Cánovas del Castillo "...hasta el último soldado y hasta la última peseta".

            Veamos algunos recortes de La Voz que nos hablan de esta práctica. El primero es una entrevista con el entonces Delegado Sindical Comarcal, Ángel Morales, "...uno de nuestros más veteranos galleros, farinato, heredero en estas lides de aquellos Aparicio y Villasante, que mantuvieron largos años la afición a este deporte gallístico en nuestra ciudad". En la mencionada entrevista, aparecida en el nº 39, el 5 de Abril de 1953, el Sr. Morales nos habla del proceso de selección de los gallos: "A los cinco o seis meses se seleccionan los machos y se "cortan", es decir, se les secciona la cresta (...) Como quiera que al pollito ya le empieza la sangre a "hervir", es necesario, inmediatamente, enjaularlos, al mismo tiempo que se les afeita la cabeza, cortándoles, al paso, los pendientes (...) Pasados ocho meses, es lógico que las puyas o espolones rebasen los veinte milímetros, y entonces pierden la denominación de "pollos" para convertirse en "jacas", pudiendo presentárseles ya en el circo, pelados de pescuezo, muslos y lomo...".Como se ve, los sufrimientos de un boxeador en un gimnasio son pecata minuta, si los comparamos con las "perrerías" que sufren los gallos para llegar a ser auténticos "hombres de provecho".
 
Pelea de gallos.

            El siguiente recorte es una nota publicada en el nº 99, el día 6 de Junio de 1954: "El pasado día 30, y en el Salón Madrid, tuvo lugar la segunda tienta de gallos, que viene organizando el futuro Club Gallístico de Ciudad Rodrigo. Ha despertado gran animación y el local se encontraba completamente lleno de público. Fueron tentados dos pollos de la gallera de D. Juan Aparicio, uno de D. Santos Gómez y otro de D. Gabriel Hernández "Carabinas", que dieron un excelente resultado, apreciándose en todos ellos buena casta y aptitudes (...) Este Club se está organizando nuevamente por haber decaído la afición que existía hace más de treinta años, gracias al decano de la fiesta, D. Juan Aparicio, que ha sabido conservar aquella casta de antaño". Para alguien, como quien les habla, que sólo ha conocido las peleas de tarántulas en los fosos (modalidad "deportiva" muy en boga entre los niños de entonces), causa asombro la existencia de esta afición en Ciudad Rodrigo, aunque más extraño aún parece el intento de consagrar en nuestra ciudad las ¡carreras de galgos!. En una entrevista realizada en el nº 60, el día 30 de Agosto del 53, el entonces Alcalde, D. Joaquín Martín Báez, manifestaba, refiriéndose al "futuro" campo de deportes: "Tenemos la intención de terminarlo para el próximo otoño y quedará magnífico, con campo de baloncesto, piscina, CANÓDROMO, tenis, fútbol y pista de atletismo...". Visto lo visto, quizás el proyecto debió ser menos ambicioso, ya que, si bien es cierto que "El que no llora no mama", no lo es menos que "Quien mucho abarca, poco aprieta".


            Nada más por hoy. Feliz semana y Mazel Tov.   

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... Fuentes, caños y grifos.

Shalom, lectores. ¿Quién, de entre nosotros, no tiene, ligado a sus años de infancia, el recuerdo de alguna fuente?. Dejando a un lado las muchas que afortunadamente sobreviven, ¿Quién no ha creído perder una parte de su niñez cuando el maldito progreso hacía desaparecer alguna de ellas?. Ya fuera la del Campo del Trigo para muchos "chupines" o el enorme pilón que había junto al actual Mercado de Abastos para otros tantos "arrabaleños", cada una de esas fuentes perdidas se ha llevado consigo una buena parte de nuestra memoria.

            Fuentes, todas y cada una de ellas, con su pequeña historia a cuestas. ¿Acaso alguno de los veladores del "Moderno" oyó ajustar más tratos que el mencionado pilón del Campo de las reses? ¿Cuantos requiebros y cuitas de amor entre las jovencitas y los soldados de Antequera escucharía aquel desaparecido grifo de la Rúa del Sol?. Los X, en copla de 1929, cantaban: "Cuando el sol se va durmiendo/ por las lomas de poniente/ van con el cántaro al grifo/ las mozas muy sonrientes/ Y en el quicio de una puerta/ todos los días yo veo/ que los soldados se ponen/ verdes de tanto flirteo... Vamos al grifo/ que se pone el sol/ vamos al grifo/ de la Rúa del Sol". ¡Aquellas "mozas del cántaro" que fueron el remedio al tantos años deficiente abastecimiento de aguas en nuestra ciudad!.

El grifo de la Rúa del Sol
            Pocas fuentes, sin duda, habrán visto más juegos de niños u oído más gritos de madres que la que existió en el Campo del Trigo y que antes ornase la entonces Plazuela de Béjar, hasta su reforma en 1928, cuando se trasladó a dicha plazuela la fuente monumental que antaño presidiera nuestra Plaza Mayor. Pocas como ella han sido, sin embargo, objeto de tanta polémica (incluso después de desaparecidas, como todos sabemos). Veamos dos recortes de La Voz de Miróbriga para recordar las desventuras y sinsabores de tan desdichada fuente, sinsabores procedentes no del vandalismo, como pudiera parecer, sino de los descarnados epítetos que le dedicaba la prensa local. El primero es un editorial de La Voz del 19 de Abril de 1953 (nº 41), "...¿y qué decir de esa fuente antihigiénica, cascajosa y antiestética con que se ha venido queriendo ornamentar la amplia plaza de Cristóbal de Castillejo?, ¿es que no podría ser sustituida por otra, aunque sencilla de piedra (que no se parezca a la de la Plaza del Conde), completando la ornamentación del antiguo Campo del Trigo con algún jardincillo, siquiera fuese modesto?", la gama de adjetivos, como puede verse, es de lo más completa, pero por si faltaba alguno, veamos otro recorte; se trata de un comentario de la Sección "La vida en la ciudad", del día 26 de Septiembre de 1954 (nº 117): "¿Se han fijado en la magnífica plaza en que se ha convertido el antiguo Campo del Trigo? Qué bonita es..., pero ¡Que abandonada! La fuente, de horroroso y antiestético cemento, chorreando de verdes muscíneas y algas, más dan deseos de sentirse dinamitero que de admirador de lo bello. Está pidiendo una renovación total, más a tono con el ambiente de la plaza y del lirismo de su titular, el eximio Cristóbal de Castillejo". ¿Es posible que tan denostada fuente fuese la de la diosa Ceres?. A juzgar por los despiadados calificativos no lo parecería, pero me temo que efectivamente, era la Fuente de Ceres... "Cosas veredes, amigo Sancho".
La Fuente de Ceres en el Campo del Trigo (Fotografía  F. Martínez) y en la Plazuela de Béjar (Dibujo Iván de Nogales)

            Por último, y ya que hablamos de la estatua de Ceres, ¿Que ha sido del intento por recuperarla?. Gran idea la del concejal de rehabilitarla en el parque de los Tilos; loable intento el de algunos mirobrigenses por encontrar el emplazamiento más correcto para la misma; pero, al cabo... ¿Qué fue de ella? ¿Leeremos de nuevo sobre su tumba, a modo de epitafio: "Entre todos la mataron y ella sola se murió"? (1)  

            Nada más por hoy, feliz semana y por supuesto, Mazel Tov.           



     (1) El último párrafo fue modificado por Pepe Casamar, ya que el mismo día en que le entregué el original para su publicación, el Concejal encargado había hecho entrega a la Casa de la Cultura de la estatua de la Diosa Ceres o Démeter, para exponerla allí, ante el temor de que si se ponía en alguna fuente pudiera resultar dañada por algún acto vandálico.

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... La moralidad en el Águeda.

Shalom, amigos. Decíamos nuestra primera semana en estas páginas que siempre conviene considerar la conducta humana a la luz de unas "normas de buena conducta", dictadas en base a parámetros sociales siempre cambiantes. Y, ciertamente, pocos de esos parámetros tan cambiantes como los criterios morales. ¡Los  moralistas!, esas personas que, compartiendo cartel con los médicos, se empeñan en prohibirnos los más atrayentes placeres, ya sea en "beneficio" del alma o del cuerpo.

            Pretendemos hoy, sin ánimo crítico ni comparativo alguno, realizar, en base al archivo de "La Voz", un breve apunte de la moralidad imperante en la España, y más concretamente, en el Ciudad Rodrigo de los años 50.  

            Siendo éste un tema tan amplio (además de escabroso), vamos a intentar centrarlo en un aspecto tan nuestro, y, en principio, tan poco relacionado con la moralidad, como el río Águeda. Si piensan que nada tienen que ver ambos temas, nada mejor para comenzar a iluminarles el camino que un artículo firmado por "Malva", en el número 5 de este periódico, el día 10 de Agosto de 1952: "...A más de una hemos podido observar que, al dirigirse al baño, trocaba su natural andar de vestida por los pasos afectados y vergonzosos del que camina a sabiendas de que comete un desaguisado exhibitorio, de tan escasa tela como amplios comentarios (...) ¿Por qué al bañarnos en la piscina, en la playa o en las márgenes del Águeda, quebrantáis tan crudamente la más bella regla de la estética y la ilusión? (...) Porque ¿Qué decir de la muchachita o señora que, limpia su alma con su conciencia desde bien temprano, antes del mediodía vuelve a ensuciarla, exhibiendo, a veces ante sus propios hijos, su ridícula desnudez que ha querido hacer que cubran apenas algunos discos unidos por levísimos tirantes?".

            "Malva", echando sobre nuestras espaldas la pesada carga de ser "reserva espiritual de Occidente", concluía: "(...) Si ha de ser nuestra patria, con el país hermano, cáliz donde han de conservarse fragantes las esencias de la Cristiandad, si así lo han afirmado, en más de una ocasión, beatíficas y paternales palabras, no hagamos traición a tan supremo y alagador destino por cosa tan fútil y ligera, demasiado ligera, como un traje de baño".

Vista de la alameda de La Moretona desde una ventana del Parador de Turismo. Zona acotada de baños para mujeres y niños en los años 50.
            Como ven, poco que ver con los criterios morales de estos años 90 que nos ha tocado vivir. ¡Cuántos echarán de menos esos "discos unidos por levísimos tirantes"!, ¡Aquellos 50!. Claro que el paso de los años no siempre implica un ¿avance? en las pautas de conducta moral. Valga como ejemplo el ejercicio de la llamada "profesión más antigua del mundo", prohibida y castigada en los 50 y, en cambio, perfectamente reglamentada en el siglo XV, como vemos por la siguiente Ordenanza que regulaba el ejercicio de la prostitución en Ciudad Rodrigo, allá por 1441, "...que ninguna mundaría non esté en la çibdad para facer mançebía, salvo que se vaya a la puente;  en otra manera se le darán 60 açotes. E que ninguna non tenga rufián, so pena de 60 açotes, ansy al rufián conmo a ella."

            Volviendo al río, en el que estábamos, entresacamos de "La Voz", la respuesta del "Consultorio del Profesor Omnius" a un atribulado católico, en el número 59, el 23 de Agosto de 1953: "...no es malo bañarse en el río si la intención es buena (...) Hoy día ya es costumbre no asustarse de ver a las chicas en traje de baño, mas se debe procurar no hacer mucho alarde de ello, sobre todo cuando se encuentran cerca determinadas personas susceptibles al escándalo ...Pero en fin, si usted tiene esas dudas y esos escrúpulos, lo mejor que debe hacer es consultar con su confesor o no bañarse en el río" .      

            Decía un famoso torero que hay cosas que no pueden ser y, además, son imposibles; sin embargo, parecería, leyendo los anteriores artículos, que el río Águeda se había convertido en los 50, en un "foco endémico de promiscuidad", opinión que ayudaría a confirmar la decisión del Ayuntamiento de delimitar zonas exclusivas de baño para mujeres y niños, en la Moretona, aunque por lo visto siempre hubo furtivos cazando en estos cotos, como demuestran los siguientes recortes de "La Voz":

            El primero es un artículo de Amadís de Miróbriga, en el núm. 105, correspondiente al 11 de Julio de 1954: "El río va recibiendo en sus límpidas aguas bañistas de ambos sexos, que buscan alivio a las exudaciones y calores de la jornada. Y nos gustaría que se observasen con mayor rigurosidad las zonas demarcadas para las mujeres, que, al parecer, van saltándose a "la torera" la disposición legal que lo regula más de uno".

Antonio Custodio Paz, "Amadís de Miróbriga"
            El otro ejemplo es una nota firmada por B.V.B., en el núm. 108, del 11 de julio de 1954: "...ya se está dando el bochornoso caso de mozuelos bañándose en la zona de mujeres y niños (Moretona) "sin traje de baño alguno" y sin ningún respeto hacia ellas".  

            En fin, que parece que nuestras Autoridades nunca vieron con buenos ojos el uso (o abuso) de las riberas del Águeda como lugar de "esparcimiento", y en un extraño afán de poner puertas al campo, siempre intentaron evitarlo, ya fuera intencionadamente, acotando zonas de baño separadas, o ya, como efecto colateral de alguna medida tan simple como la tala de las Alamedas a la que aludían Los X, en copla de 1932: "Desde la famosa tala/ que la Alameda sufrió/ no se puede en aquel sitio/ tener pláticas de amor/ Como cortaron las ramas/ ya no hay sombra ni verdor/ los pájaros se marcharon/ ¡y el follaje se acabó!".

            Para terminar, una advertencia: Que nadie vea en este artículo toma de posición alguna, ni a favor ni en contra de nada. Después de cinco siglos, el espíritu de este pobre Lumbroso ha visto demasiado como para seguir creyendo en buenos y malos (y mi fe en los Regulares terminó cuando perdimos las últimas colonias).


            Nada más. Feliz semana. Mazel Tov

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... El problema de la limpieza.

Shalom, amigos. Uno de los temas más ampliamente tratados en estas páginas, a lo largo de los años, ha sido el de las quejas de los mirobrigenses referidas a la limpieza de nuestra ciudad; protestas motivadas, lógicamente, por el hecho de que nunca fueron nuestras calles dechado de perfección en tal sentido. Únicamente el tema del abastecimiento de aguas (al que acudiremos otro día), verdadera cruz histórica de este municipio, haya sido quizás más tratado que el que hoy nos ocupa.

            Ya fueran ciudadanos indignados por la suciedad de sus propias calles o barrios, ya expresando sus lamentos por la falta de higiene de la ciudad en su conjunto, encontramos en nuestra hemeroteca verdaderos tratados acerca de "El rechazo de la mugre y reivindicación de su destierro". Así pues, no carguemos todas las culpas en la sociedad de hoy si, al pasar un domingo por la mañana por la desventurada calle de La Peña, nos vemos obligados a realizar un vertiginoso slalom para esquivar esos pequeños arroyos que parecen manar de sus paredes los sábados por la noche, a una altura aproximada de unos 80 centímetros y que, al confluir en el centro de la calle, dejan pequeño al arroyo de San Giraldo.   

            Valgan para demostrar lo endémico y arraigado de tal mal en nuestra ciudad algunos recortes de los viejos números de "La Voz", comenzando por una queja firmada por "Farinato", en el nº 10, correspondiente al día 14 de septiembre de 1952: "...¿Por qué no se barren la mayor parte de los días muchas y céntricas calles de los Arrabales, convertidas a veces en muladares y focos de reproducción de insectos y parásitos?". Como se aprecia por el tenor de las palabras del denunciante, el problema era, entonces,  de mayor calado que en la actualidad; pero claro, desde que se extendieron como una plaga los locos automovilistas con sus locos cacharros, las pobres mulas pasaron, casi totalmente, al baúl de los recuerdos, con lo que los muladares ya no pueden invocarse ni tan siquiera en plan metafórico. 

El primer camión de basura de Ciudad Rodrigo (1965)
            No con menor enojo protestaba contra la suciedad existente en algunas de nuestras calles un editorial de "La Voz" del 19 de abril de 1953 (nº 41): "...pero ¿y esas otras, como la tan poética del Almendro, sin ir más lejos, donde los detritus esperan con su desecación la desintegración hasta convertirse en polvo merced a los rayos solares? ¿y esa calle del Correo Viejo tantas veces vapuleada y puesta en candelero a través de chistes y cantares, convertida, a un paso de la Plaza, en evacuatorio público, para vergüenza de propios y extraños, sin olvidar al "portugués de marras" en alusión al agua de las sardinas de tal cual pescadero?". Viendo el estado actual de la calle del Almendro, cuna de un afluente del arroyo que localizábamos antes en la de La Peña, parece que hay calles condenadas a sufrir eternamente los rigores de este infierno, ¿Quosque tandem, inmunditia, abutere patientia nostra?.

            Claro que, como dijimos antes, el problema ni es de hoy ni de los años 50. No hay más que recurrir a esa fuente inagotable de noticias, dimes y diretes que son las coplas de la Murga para hacerse una idea. En 1922, los Becuadros cantaban: “Si viene algún forastero/ no se te ocurra, ¡Por Dios!/ llevarle por una puerta/ donde hay un “perfumador”./ Pues bien pudiera ocurrir/ que se venga a divertir/ y le ocurra algo peor/ por no poder aguantar/ el perfume sin igual/ que hay en la Puerta del Sol”. Por fortuna, pocos años después, en 1927, el nuevo Alcalde, Don José Manuel Sánchez-Arjona, dotó debidamente, por vez primera, a la Delegación Municipal de Limpieza Viaria, bajo la dirección del Concejal Don Amós Belmonte. Así, aprovechando un “donativo anónimo” de 5.000 pesetas, encargó a Barcelona cuatro carritos de Píccolo, un furgón cerrado herméticamente para reunir las basuras y un carro-cuba para el riego de las calles. En otro periódico local, “Tierra Charra”, el día 4 de Diciembre de 1927, se daba cuenta de la siguiente noticia: "Se ha dado orden por la Alcaldía para que en el plazo de 8 días queden limpios de basura los fosos de la Puerta del Sol (...) De ahora en adelante, los residuos que recojan por la calle los carros "Picolo", se acumularán en depósitos cerrados, de los que, cada 8 días, se trasladarán a las huertas (...) ¡Buena falta hacían estas plausibles disposiciones!". Como se ve, en aquellos días, las basuras se depositaban, a la buena de Dios, en los fosos, vertedero tradicional de esta ciudad (ahorrándose con ello los ínclitos ediles múltiples quebraderos de cabeza, estudios sobre permeabilidad y filtraciones, impactos ambientales y subastas para adquisición de terrenos).
 
D. José Manuel Sánchez-Arjona de Velasco, "El Buen Alcalde"
            Parece que, pese a tan "plausible disposición" de la Alcaldía, siguió vigente la tradición de los fosos como fin de viaje de los carritos "Picolo", además de ser eterno fin de trayecto de muchos (apresurados o desalmados) aparatos digestivos. La genial murga "Los X", en una copla de 1932, cantaba: "Un turista en la muralla/ miraba con emoción/ la brecha que en las defensas/ abrió el gabacho cañón/ Y pensando distraído/ su olfato se resintió/ al ver que de aquellas glorias/ las cenizas removió".

            Aun en 1953, en un artículo firmado por Amadís de Miróbriga,  en el nº 73 de "La Voz", del día 29 de Noviembre de ese año, se formulaba esta pregunta: "¿Sería muy costoso el adecentamiento de la Puerta de San Vicente y la retirada de los estercoleros que hay en aquel contrafoso, supresión del vertedero de escombros y destrucción de aquella garita de consumeros, que hace de aquel lugar algo nauseabundo y repugnante?".

            ¡Eterno problema!. Mas, a pesar de la acusada longevidad del mismo, no vale desesperarse. No nos llevemos las manos a la cabeza diciendo "Ciudad Rodrigo está más sucio que nunca", ni las elevemos al cielo al grito de "Esto no tiene remedio". Ni las posturas alarmistas ni las derrotistas solucionan el mal; ahora bien, este pobre Lumbroso mentiría si les dijera que conoce la panacea. Eso sí, sigamos denunciando la falta de higiene, sin alarmismos ni derrotismos, pero, sea en artículos, coplas o cantares, denunciémosla, porque la única suciedad que "cien años dura", es la oculta. La que se saca a la luz, aunque de momento huela, desaparece tarde o temprano.


            Por hoy, nada más. Mazel Tov.