viernes, 5 de febrero de 2016

CONFITEOR...

No hay mejores fechas que estas, en pleno Carnaval, para revelar un gran secreto... Lo desvelé en el Libro de Carnaval de 2005...



CONFITEOR...




Supongo que a todos nos han preguntado alguna vez, estando fuera de Ciudad Rodrigo, qué es lo que hace tan especial a nuestro Carnaval. A pesar de que cada día más gente los conoce (y reconoce), aun quedan despistados que solamente conciben o el tipo de Carnaval brasileño (y a los que, lógicamente, no les cuadra la idea de ir tan ligeritos de atuendo en este invierno nuestro, de nieblas constantes y temperaturas decrecientes) o el tipo de Carnaval que, desde hace algunos años, se viene denominando “de alto interés etnográfico” (en cuyo caso nos imaginan a todos vestidos con pieles de cabra, máscaras demoníacas y con enormes cencerros golpeándonos el culo). Llega entonces la hora de sacar a flote nuestros más farinatos instintos, adoptar una expresión como de estar narrando las maravillas de la Capilla Sixtina y explicar que nuestro carnaval se basa fundamentalmente en el Toro, que todo transcurre en torno a él y que él es la causa y razón de ser de la fiesta. 

Cumplido tan patriótico deber, supongo que la mayoría de la gente queda descansada, satisfecha de haber contribuido a la mayor gloria del Carnaval del Toro y con la limpieza de conciencia propia de quien cuenta las cosas tal y como las siente. Pero algunos (entre los cuales me incluyo) nos formulamos a continuación otra pregunta: ¿Y como le explico yo ahora, a este señor, que la mayoría de los años se me echa encima el Miércoles de Ceniza sin haber visto un cuerno?. Evidentemente, nunca decimos nada; dejamos que el interlocutor se imagine lo que estime conveniente y, como acto de contrición y con el necesario propósito de enmienda, hacemos la firme promesa de empezar a ver los encierros (o al menos algún encierro) el año próximo. Y, quien sabe, puestos como estamos a redimir nuestras culpas, a lo mejor hasta nos levantamos a ver el encierro a caballo y el Toro del Aguardiente. Propósitos, por otro lado, que al igual que esos que se formulan cada fin de año, quedarán, como siempre, en agua de borrajas. Porque, estimados vecinos, no tengo más remedio que confesarlo, entono humildemente el Confiteor Deo omnipotenti et vobis, fratres... y os lo reconozco: hay gente que no ve los encierros (y sí las reglas de la gramática me lo permitiesen hubiese debido escribir no que hay gente sino que "habemos" gente...).

Y ¡Ojo!. No es que seamos antitaurinos. Nada más lejos de la realidad, al menos en mi caso. Ni tengo nada contra las corridas de toros (que, en tanto lo permitan los “botellones” y otros saraos, seguirá siendo la Fiesta Nacional) ni, por supuesto, tengo nada en contra de los festejos taurinos populares. El problema es que creo que tampoco tengo nada que decir en su favor. Me mantengo en una cómoda situación de equidistancia que, en este tema, conservo desde niño y que está motivada por dos factores (sin que pueda decir, a ciencia cierta, en que medida influye cada uno de ellos). Por un lado, está el horror que me produce el hecho de imaginarme hora y media, muerto de frío, esperando el paso de unos animales que, o bien no pasan o cuando pasan no me motivan lo suficiente como para compensarme la espera. Este factor además aumenta por la dichosa costumbre de programar determinados actos a horas bastante poco apetecibles, casi intempestivas en unos días en los que la cama deja de ser nuestra mejor amiga para pasar a ser esa gran desconocida con la que solo coincidimos ocasionalmente. Ustedes dirán que este obstáculo es perfectamente soslayable, que se trata pura y simplemente de pereza; que muchas veces los toros llegan e incluso, algunas veces, hasta llegan puntuales. Bien. Lo admito. Reconozco que, con un poco de tesón, este escollo dejaría de serlo. Incluso no tendría problemas en acostumbrarme a acostarme antes para poder madrugar (obviamente, los tiempos heroicos de las noches sin dormir pasaron, al menos para mí, a la historia). Pero aun queda el otro factor, y ese es el verdaderamente preocupante. 

Y es preocupante porque, así como la pereza, como ligero defecto que es (aunque creo recordar que, junto con la gula, estaba incluida en algún listado de pecados) puede ser más o menos controlable, el otro factor es absolutamente incontrolable. Se trata de puro y simple miedo. Por supuesto no les puedo hablar del miedo que se siente estando dentro del recorrido del encierro, porque “ese” miedo, ni lo he sentido nunca, ni creo que jamás se me ocurra experimentarlo. En cuanto al miedo a ver los toros “desde la barrera”, no les voy a decir que el hecho de subirme a una aguja mientras pasan los toros sea para mí lo que para otros hacer puenting, pero... casi. De manera que, si me coloco en los alares a esperar el encierro, conforme pasa el tiempo de espera y no sé por que extraña razón, los tubos metálicos de las agujas se van haciendo cada vez más pequeños y el hueco entre ellos mucho más grande, de forma que, antes de que alcance siquiera a ver los toros, ya me he bajado vencido por el miedo y, claro, quien se fue a Sevilla perdió su silla. Después, lo único que alcanzo a ver entre los siete corredores que, increíblemente, han ocupado el reducido espacio que antes era mío, es un par de patas y el extremo de algún rabo. 

Como segunda opción están, por supuesto, los tablaos de la Plaza. En principio parece un sitio cómodo. Estás sentado y la vista, además, es buena. Pero reconozcámoslo: el simple hecho de pasar por las troneras es ya una reseñable hazaña. De hecho, si no fuera porque de vez en cuando aun tengo la moral suficiente como para utilizar la báscula de casa, diría que cada año las hacen más pequeñas. Por otro lado, si se va con tiempo suficiente para coger un buen sitio, al principio todo es maravilloso, gozas de buen espacio e incluso tienes la suficiente movilidad en los brazos como para poder comer pipas, por ejemplo, si te apetece. Pero luego, por alguna incomprensible Ley de la Física, te das cuenta de que en unas gradas que nunca aumentan de tamaño entra cada vez más gente, hasta que quedas enclavado entre dos señoras/es, con las rodillas pegadas y los codos sobre los muslos. Es tal la presión que, cuando por fin, cansado ya, decides levantarte y consigues sacar las caderas de los treinta centímetros en que han quedado aprisionadas, parece oírse un ruido parecido al que hacen los botes de conserva al abrirlos. Y además, que quieren que les diga, ni aun aquí me libero de este miedo mío. Aun tengo clavada en la memoria esa vieja fotografía en blanco y negro en la que aparecen los animalitos subiendo por los tablaos como Pedro por su casa, con una más que notable agilidad para su envergadura. 

Y por fin, como último remedio para los que, como yo, hacemos poco honor a esta tierra de dehesas que nos vio nacer, están los balcones de la Plaza Mayor. Ahí si que se está tranquilo. Confiando, como confío, en la imposibilidad teórica de que los toros aprendan algún día a hacer con los cuernos lo que hacía Afrodita (la de Mazinger Z) con sus pechos, es este el único sitio en el que, viendo los encierros, mis nervios se relajan hasta el extremo de olvidar en que bolsillo llevo las pastillas de nitroglicerina, por si acaso. ¿Inconvenientes?. Solo uno, pero de enorme peso: es un total y absoluto aburrimiento. Es como ir al Bernabeu y ver el partido en uno de los televisores de los palcos. 

Así pues, como ustedes podrán comprobar, entre la relativa pereza, el miedo y, por qué no decirlo, que parece que voy poniendo pegas a todo lo que me ponen por delante, sigo reconociéndolo, mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa... (añadan aquí unos fuertes y sinceros golpes de pecho): casi nunca veo los encierros. Eso no quiere decir que no disfrute los Carnavales. En absoluto. Disfruto de ellos como cualquier hijo de vecino. Simplemente, me privo de uno de sus ingredientes. Es como aquellos que al comer patatas con carne comen solamente o las patatas o la carne. Cada uno es cada uno. En mi caso, lo único que cambia es que, si echo la vista atrás y recupero de entre las telarañas de la memoria mis recuerdos del Carnaval, aparece de todo menos toros. Removiendo los rescoldos de esos carnavales pasados, surge una amalgama heterogénea de olores, sabores, sonidos y sensaciones, pero prácticamente ninguna vinculada al que se supone el protagonista principal de nuestras fiestas. Así, entre las ya pretéritas cenizas de mis primeros carnavales aparecen sabores de algodón de azúcar, manzanas de caramelo y mil chucherías que nos hacían olvidar, esos días, el pan untado con mantequilla y los bocadillos de foiegras. Sonidos de música de carrusel, crujidos de los ejes del tiovivo, chillidos de temor y angustia saliendo de la plaza en los momentos de las cogidas. Olor dulce, como dulces eran las emociones nuevas que parecían tardar siglos en repetirse. 

Más tarde, mientras nosotros crecíamos, el Carnaval también lo hacía, y, despreciando con suficiencia los cochecitos, optábamos por las más fuertes emociones del vaivén. Y el carnaval sabía entonces a los primeros cigarros a escondidas y las eternas pipas de girasol, consumidas por toneladas, al tiempo que sus olores eran el humo acre de los petardos y la goma caliente de los “chocones” mientras por los altavoces sonaba inclemente todo el repertorio de Los Chichos (afortunadamente, en aquella época aun no existía Camela). Y seguíamos creciendo y el carnaval sabía, poco después, a cerveza, a besos furtivos, muchas veces robados y al gusto amargo de los primeros desengaños; a perrito caliente y hamburguesa, mientras, como presagio de una condena impuesta a perpetuidad, comenzaba a oler a masaje de afeitar. Y sus sonidos eran las risas sin sentido, las primeras y tímidas palabras de amor y la música de Donna Summer. Y, más tarde, el masaje de afeitar, a fuerza de costumbre, ya no olía, Donna Summer cedía su puesto a los grupos de la Movida y empezábamos a disfrutar del carnaval por la noche, mientras comenzaba a saber a gin-tonic y sonaba a las mil excusas que te inventabas para poder estar a solas con aquella chica con la que tanto te gustaba hacerle regates al frío, con abrazos ocultos bajo una manta. Aquella con la que los besos dejaron, para siempre, de ser furtivos. 

Supongo que, año tras año, seguirán llegando nuevas emociones, nuevos sentimientos, quizás nuevos besos... Y aunque no les prometo nada, intentaré también que el año próximo figure entre mis recuerdos el primer Carnaval que pude ver el encierro a caballo. De todas formas, antes tengo que resolver ciertas dudas, ¿Cuál es el sitio más seguro para verlo? ¿Hay alguna posibilidad de verlo desde el helicóptero?.... 


























martes, 2 de febrero de 2016

LA HUELGA DE CUERNOS CAÍDOS.

Dentro de las colaboraciones para el Libro del Carnaval, en 2003 le tocó el turno a este "engendro", una especie de cuento de carnaval...

LA HUELGA DE CUERNOS CAIDOS




Todo estaba ya preparado. Los alares colocados desde hacía días. El maravilloso entramado de madera de la Plaza Mayor, efímero coso taurino para estas fechas, ya había recibido la oportuna visita y visto bueno de los servicios municipales. Los bares, como siempre, atestados de gente ansiosa de oír el Reloj Suelto, verdadero pistoletazo de salida de la carrera que tantas ganas tenían de comenzar. Personas que, para calmar esa inquietud de la forma más placentera posible, saciaban mientras tanto otros apetitos, menos espirituales y más espiritosos. Las atracciones y los variopintos puestos de venta empezaban a recibir sus primeros clientes. Los ánimos, como caballos desbocados, prestos para la celebración. Hasta el clima, otras veces enemigo en esta época del año, se había aliado con las fiestas y la temperatura, casi primaveral, permitía a la muchedumbre que llenaba la ciudad ir por la calle en camisa y tumbarse, ajena a las preocupaciones, en la blanda hierba de Los Pinos mientras esperaba el encierro de los mansos, obligado prólogo de todos los festejos taurinos que les esperaban durante el Carnaval.
Y sin embargo, una pesada quietud, una incómoda tranquilidad flotaba en el ambiente, indicando a las claras en medio de un día tan vertiginoso que algo no terminaba de encajar. Ciudad Rodrigo era ese día un perfecto continente vacío de contenido. La noche iba cayendo sobre las calles por las que había de discurrir el encierro y los mansos no aparecían. Miles de ojos se volvían, inquisitivos, interrogantes, ante cada señal que pudiera resolver las dudas que a todos atormentaban. Cada empleado municipal, cada policía, cada concejal era sistemáticamente sometido a algo parecido a un interrogatorio de tercer grado, sin que los torturados pudiesen ofrecer explicación alguna aparte de las habituales excusas sobre lo relativo de los horarios taurinos.
 
El maravilloso entramado de madera de la Plaza Mayor...
A la misma hora, dos apresurados miembros de la Policía Municipal hacía llegar al Alcalde un sobre que, misteriosamente, había aparecido clavado con una punta del veinte ciento (las más carnavaleras de todas las puntas) en la puerta del Ayuntamiento. Para la máxima autoridad local leer la misiva y adquirir un sorprendente tono verdoso en el rostro fue todo uno: “Los toros y bueyes participantes en los festejos denominados “Carnaval del Toro 2.008”, a celebrar en Ciudad Rodrigo (en adelante, los trabajadores), reunidos en asamblea laboral, han adoptado, con esta misma fecha, los siguientes acuerdos: 1) Nombrar como sus representantes en el presente conflicto laboral, a los trabajadores “Cestero”, “Lisonjero” y “Farolero”, que a partir de ahora serán denominados como Comité Sindical. 2) Hacer llegar al Ayuntamiento de Ciudad Rodrigo (en adelante La Empresa), por medio del citado Comité Sindical, las reivindicaciones que en pliego aparte se detallan, a fin de que sean evaluadas a la mayor brevedad posible por los correspondientes órganos de la citada Entidad Local. 3) De no aceptarse las citadas reivindicaciones, los trabajadores se declararán en huelga indefinida.” Al principio, el Alcalde lo tomó como una de las muchas bromas que, por su cargo y sobre todo en estas fechas, estaba obligado a aguantar, hasta que el Jefe de Policía con el semblante tan serio como pueda tenerlo un Jefe de Policía y con esa forma de hablar, tan de formulario, que solo usan los que visten uniforme, le informó de que, efectivamente “personados dos agentes de este Cuerpo de Policía en el lugar denominado Los Chiqueros, sito en el casco urbano de esta población, han procedido, a las dieciocho horas, a interrogar a los presuntos infractores, quienes, no obstante las advertencias recibidas, se han abstenido de efectuar manifestación alguna”. Después de tan sublime parrafada, y con el rostro ya más relajado, el Jefe comentó al Alcalde:

-Lo curioso es que cada vez que les enseñábamos la carta, asentían con la cabeza, los muy jodíos. ¡Yo juraría que hasta se reían!       

El rostro del Alcalde pasó del tono verdoso a una curiosa tonalidad nazarena, más acorde con Semana Santa que con el Carnaval. Después, maldiciendo su suerte y con mano temblorosa,  agarró el teléfono para convocar a los miembros de la Comisión taurina a una reunión de urgencia, con el único punto en el Orden del Día de la huelga declarada por el ganado de los festejos taurinos del Carnaval.



Con puntualidad británica, a pesar de lo ajetreado de las fechas, los comisionados acudieron al despacho de la Alcaldía prestos a resolver tan engorroso problema. El Alcalde, como hacen siempre los Alcaldes, les informó de que él debía ausentarse para recibir al Pregonero, por lo que el tema quedaba en manos de la Comisión, delegando expresamente en el Presidente de la misma y encareciendo a sus miembros para que arreglaran el asunto por costosa que fuera la solución. El Presidente de la Comisión, una vez se hubo ausentado el Alcalde, elevó los ojos al techo como implorando la ayuda divina y procedió, acto seguido, a dar lectura a las reivindicaciones planteadas por “los trabajadores”: “1) Los trabajadores, durante estas fechas, recibirán triple ración alimenticia. 2) La Empresa se compromete a suscribir un seguro de vida a cada uno de los trabajadores, del cual serán beneficiarios los hijos de los mismos. 3) Durante el desarrollo de las capeas, no podrán permanecer en la Plaza simultáneamente, más de treinta personas, para no perturbar psíquicamente a los trabajadores 4) Cualquier tirón en el rabo, golpe u otra vejación física que reciban los trabajadores, durante su jornada laboral, dará derecho a estos a abandonar el coso y retirarse a los chiqueros. 5)Estas reivindicaciones se entienden sin perjuicio de todos aquellos derechos que, recogidos en el vigente Reglamento de Espectáculos Taurinos Populares, pudiesen  devenir en beneficio de los trabajadores”
El más sanguíneo de los comisionados, con la cara roja de ira y las venas del cuello a punto de estallar, pegó un manotazo en la mesa y se levantó, diciendo:

-Pase lo de la comida, pero lo demás son memeces. No estoy dispuesto a dejarme chantajear por cuatro cornúpetas. ¡Si ya os lo advertí! -añadió con un extraño tono profético post factum- Los toros tienen que ser negros, pero, claro, os empeñasteis en que eran más bonitos coloraos ojo perdiz. ¡Lo que hay es mucho rojo!. ¡Mucho rojo y mucho masón!. El único remedio es darles caña, coger una garrocha y meterlos en cintura.

Los restantes concejales, conocedores de que ya otra vez había intentado aplicar ese tipo de ”negociación colectiva” al Comité Sindical de verdad, el de los trabajadores del Ayuntamiento, e imaginando con terror las denuncias de los grupos ecologistas y los titulares de los periódicos, lo calmaron como mejor supieron, al tiempo que pedían al conserje que trajera una tila al furibundo compañero. Otro de ellos, más partidario de buscar soluciones, propuso:

-Y ¿Por qué no recurrimos a los moruchos? No sé, pero yo siempre les he visto cara de esquiroles. Y, hombre, como juego...¡dan mucho juego!



El Presidente, con buen criterio, le informó que a los moruchos les pasaba lo que  a las lentejas de la Armuña, eran más propios de otros actos, más de tipo gastronómico-festivo. Y terminó sentenciando:

-Querámoslo o no, el Carnaval se llama “Carnaval del Toro” y a ello debemos atenernos. El asunto es verdaderamente serio. La gente está parada, como ausente. Podrían pasárselo bien, pero se aburren. Podrían beber, pero nadie entra en los bares. Podrían bailar, pero ni siquiera las charangas tienen ganas de tocar. Ahora mismo, todo en Ciudad Rodrigo invita a la fiesta, pero falta lo más importante, nadie quiere participar en un Carnaval sin toros. Por tanto, me temo que, al menos por este año, vamos a tener que pasar por el aro.

Acto seguido, y con la única excepción del concejal sanguíneo (que no es que votase en contra, sino que se abstuvo, obligado por la lipotimia que acababa de sufrir después de manifestar, por quincuagésima vez, que todos los males de las ganaderías charras provenían de los rojos y masones que se habían infiltrado entre el ganado) la Comisión aprobó, por mayoría, las condiciones del Comité Sindical y procedió a preparar, para la firma del Alcalde, un Bando de obligado cumplimiento para los participantes en encierros, desencierros y capeas, en el que se recogían las citadas condiciones. Lo peor llegaba ahora, ya que el Presidente, a pesar de su experiencia taurina, desconocía como se iba a apañar para comunicar al Comité la aceptación de las condiciones y, aun menos, como se podía llevar a cabo la firma del pertinente Convenio.  

El Jefe de Policía, con la experiencia acumulada en el interrogatorio a los huelguistas, le acompañó a los chiqueros y pidió al Presidente de la Comisión que procediera según sus indicaciones. El Presidente, siguiendo sus instrucciones, se colocó delante de uno de los bueyes, de nombre “Lisonjero” y, sin decir palabra, se limitó a asentir con la cabeza, al tiempo que enseñaba la misiva de marras. El buey por su parte se limitó, asimismo, a asentir y dar un golpe en el suelo. El Presidente comentó:

-Supongo que esto es un acuerdo, ¿no?

Por toda respuesta el buey se colocó delante de la puerta de chiqueros, preparado para salir. Los restantes animales hicieron lo mismo mientras el Reloj Suelto, con bastante retraso, comenzaba a sonar y la alegría invadía los hasta ahora ensombrecidos rostros de la gente que esperaba en los alares.

Ya por la noche, y ante las reiteradas preguntas de los periodistas, el Alcalde, con la confianza reflejada en su cara, comentaba:

-Lo sucedido este año es un hecho puntual y extraordinario que no tiene porque repetirse en el futuro. El conflicto planteado se ha resuelto satisfactoriamente, gracias a las gestiones llevadas a cabo personalmente por esta Alcaldía y, estoy seguro, en años venideros volverá a existir una total y absoluta colaboración entre este Ayuntamiento y el ganado del Carnaval, como siempre ha sucedido. 

Y, aunque inmediatamente se arrepintió de haber hablado de colaboración entre el Consistorio y unos animales, para colmo irracionales, consideró que había salido airoso del trance y se dirigió, con porte seguro (aunque vigilando de reojo al colérico concejal de la garrocha, quien había empezado a dirigir extrañas miradas a los representantes de la Prensa, mientras escarbaba con el pie derecho el enlosado de la Plaza Mayor), al acto del Pregón, que también, como todo aquel viernes, empezaba con bastante retraso.

Cuentan, quienes conocen el tema, que a pesar de las confiadas palabras del Alcalde, y en previsión de males mayores, dos meses antes de los siguientes Carnavales tuvo lugar, en una conocida finca de los alrededores, una extraña y casi secreta reunión a la que asistieron, por un lado,  los miembros de la Comisión Taurina del Ayuntamiento de Ciudad Rodrigo y, por otro, cinco representantes (con cuatro patas y cuernos), de las más afamadas ganaderías de bravo de la comarca, entre ellos “Lisonjero” que, no en vano, había adquirido justa fama de negociador entre sus congéneres.

¡Ah!, Lo olvidaba. A dicha reunión también asistió, en calidad de traductor, el Jefe de Policía. O, al menos, eso es lo que cuentan. 

viernes, 29 de enero de 2016

EL CICLO DEL CARNAVAL

Seguimos con las colaboraciones para el Libro de Carnaval y nos vamos a 2002... Soy el primero en reconocer que este año el artículo me salió rarito, rarito...

EL CICLO DEL CARNAVAL


Desde la más remota antigüedad la raza humana ha sentido la necesidad de comprender el paso del tiempo, de conocer sus mecanismos para usarlos en provecho propio, de predecir el cambio de las estaciones para acomodar a esos cambios las pautas de su existencia. Esa necesidad, esa urgencia vital de la que, en gran medida, ha dependido siempre su supervivencia, se ha plasmado históricamente en los calendarios, en el señalamiento de días fastos y nefastos, en la determinación, en suma, de las épocas propicias para llevar a cabo los distintos trabajos y rituales que marcaban los más importantes hitos o jalones de su vida, tanto en el plano temporal como en el ámbito espiritual. Ya fuera observando el Sol, ya fuera en base a los ciclos lunares; bien sirviéndose de monumentos megalíticos como los de Stonehenge, bien de pirámides como las mayas o aztecas o bien del complicado Intihuanata inca de Machu Picchu, por no hablar de las ya reconocidas pirámides egipcias, lo cierto es que el hombre siempre ha querido fijar el paso de los días, de los meses, de los años, y conocer en cada momento que es lo que podía esperar del tiempo que le tocaba vivir. Fruto de esa constante observación del tiempo ha sido, por ejemplo, la tradición de los “doce días” que van desde la Navidad a Epifanía, como una prefiguración de los doce meses del año. Los campesinos de Europa entera determinan en base a ellos la temperatura y la lluvia de los doce meses del año venidero. También en otras culturas existe esta misma tradición: en la fiesta de los Tabernáculos en el mundo judío o en los doce días del centro del invierno para los indios védicos. 

  Y, como consecuencia lógica de esos conocimientos, el hombre ha ido consagrando cada época concreta del año a una determinada y específica deidad, asegurándose de este modo su amparo en las distintas parcelas de su vida diaria. Así, la época de la siembra, la de la recogida de los frutos del campo, la del nacimiento de sus animales y tantas otras han sido colocadas bajo la tutela de sus respectivos Dioses protectores, llámense Cibeles, Ceres, Diana, Demeter, Indra, Gea o tantos otros.

Y si esto ha sucedido en el aspecto meramente temporal referido a las cosechas o al cuidado de los animales, también en el plano espiritual, como decíamos antes, la humanidad ha determinado históricamente ciertas épocas del año especialmente favorables para la regeneración y purificación del alma; para la limpieza del “yo” interior. Unas y otras han llegado, inmutables y prevaleciendo por encima de las religiones y las culturas, hasta nuestros días. Buen ejemplo de ello pueden ser festividades como las de la nochebuena o San Juan. La fecha que los más primitivos pueblos celebraron como el solsticio de invierno, pasó luego a romanizarse como las fiestas de las Saturnales y, más tarde, tomó patente de festividad cristiana como la Nochebuena. Otro tanto sucede con la noche de San Juan, coincidente con el solsticio de verano. En ambos casos, las fechas se han mantenido incólumes, independientemente de sus connotaciones religiosas, como días especialmente fastos; lo relevante en ellas no es el nombre que actualmente podamos ver escrito en letra pequeña en los almanaques, sino su especial y concreta localización temporal en esa especie de recorrido astral que es el calendario.
 
San Blas... tiempo de ritos...
En este sentido, una de esas épocas que siempre han sido consideradas como especialmente propicias para lo espiritual, para la regeneración interior del ser humano, es el período de tiempo que transcurre desde el Año Nuevo hasta el Carnaval. El tránsito del mundo viejo al mundo nuevo; la inversión de los valores establecidos; el comienzo del resurgir del sol sobre las tinieblas... Todos los elementos que confluyen en estas fechas las han convertido en una especie de recorrido místico, un camino de purificación y conversión al que en todas las culturas se ha otorgado una clara relevancia. Es el llamado “Ciclo del Carnaval”, a lo largo del cual, determinadas fechas marcan las distintas etapas o fases de ese místico y atávico proceso de regeneración.

Dado que este artículo no tiene ninguna pretensión doctrinal o histórica y que, simplemente obedece a un mero impulso y desahogo personal, no me resisto a hablar, aunque sea de forma breve, de uno de los temas más denostados por la llamada Historia Oficial: las connotaciones mágicas o esotéricas de la Militia Templi, los Caballeros Templarios. Siempre se ha hablado de las presuntas raíces gnósticas del pensamiento templario, si cabe hablar de tal pensamiento. Muchos de sus ritos y símbolos encuentran fácilmente su origen en doctrinas muy al margen del cristianismo: el culto a Mitra, la filosofía sufí, la cábala hebrea... Ignoro de cual de estas fuentes bebieron los templarios para considerar como fiestas de especial relevancia todas aquellas ligadas al ciclo del Carnaval, pero lo cierto es que entre esas fiestas señaladas se hallaban los Santos Inocentes, San Antón, San Vicente y San Blas. También en este caso parece que las influencias gnósticas determinaron la elección de esas fechas, no por las advocaciones marcadas por la Iglesia Católica para esos días, sino por su especial incardinación como fechas claves del Ciclo del Carnaval. Muestra de ello es que, a pesar de la importancia con que el Temple celebraba esas festividades, los santos señalados no figuran, sin embargo, entre sus predilectos a la hora de dedicar los innumerables templos que levantaron. Así, es fácil encontrar numerosas iglesias templarias dedicadas a San Miguel, o a San Juan, por no hablar de las incontables dedicadas a Nuestra Señora (clara influencia de su primitivo ideólogo, Bernardo de Clairvaux), pero muy pocas figuran bajo la advocación de los referidos Santos.

Recordemos que, para los Pobres Caballeros de Cristo el ciclo señalado comenzaba en la festividad de los Santos Inocentes, con las “fiestas de los locos”, día de clara inversión de valores, en el que los primeros y los últimos, los señores y los vasallos, alternaban sus papeles trastocando por completo una sociedad tan inmovilista, en lo social, como la sociedad medieval. Seguía el ciclo con las festividades ya mencionadas de San Antón (17 de enero), San Vicente (22 de enero) y San Blas (3 de febrero). Y, por fin, la culminación de ese tránsito espiritual llegaba con las fiestas del carnaval. Todo este período estaba ligado al viaje de las almas tras la muerte, a la renovación, al cambio, al abrirse las puertas de mundos nuevos, al resurgimiento de la vida tras la muerte, plasmada en el fin del invierno y la cercanía de la primavera, a la purificación y la renovación, en definitiva.     
 
Hogueras de San Juan.
Resulta curioso comprobar como, salvo la pequeña diferencia que supone el trasladar el 22 de enero (San Vicente) al día 20 del mismo mes (San Sebastián), el ciclo de festividades templarias coincide, casi exactamente, con el rosario de fiestas que jalonan el ante-carnaval mirobrigense. Con la única excepción del día de los Santos Inocentes (actualmente en desuso, pero que, sin embargo, antaño fue celebrado, incluso en el ámbito eclesiástico, recuérdese la tradición del obispillo de San Nicolás, en la catedral civitatense) las otras fechas clave en ese “camino de renovación” se mantienen inalteradas, en medio de un Ciclo del Carnaval en el que, además de las ya citadas, tienen cabida otras muchas fiestas, caracterizadas todas ellas por su acusado componente popular, ajeno a oficialismos y convenciones; basta recordar la festividad de las Candelas (con una localización cronológica cargada de simbolismo, exactamente en el punto intermedio entre el solsticio y el equinoccio), los jueves de Comadres y Compadres o Santa Águeda (otra fecha determinante en ese proceso de inversión de los valores establecidos).
Si analizamos, siquiera sea de forma somera, estas tres fiestas de tan honda raigambre entre los mirobrigenses; si las despojamos de todos aquellos elementos religiosos con los que la Iglesia ha “santificado” esos días; si nos quedamos con la parte más puramente profana, su núcleo más atávico, hemos de referirnos precisamente a aquellos ritos que han quedado enmarcados, por el correr del tiempo, en las jornadas de vísperas: la hoguera, el vino y la música. Son, éstos, factores que coinciden en las tres festividades, San Antón, San Sebastián y San Blas.
 
San Antón...
La hoguera. El fuego. Uno de los cuatro elementos básicos. El rito purificador por excelencia. Fuego que se alimenta de los despojos de otro de nuestros totems: la encina, el árbol sagrado. Ese fuego que, reflejado en las pupilas, parece estar devorando el alma de todos aquellos que, en torno suyo, contemplan como una liturgia el inquietante movimiento de unas llamas que, horas más tarde, se convertirán en rescoldo y cenizas, como símbolo de lo efímero y de que todo, incluso las más pavorosas potencias, son pasajeras. Fuego que transforma, fuego que destruye, pero que también calienta y crea.      
El vino, en su doble concepción de sublimador de los sentidos y de droga iniciática de la tribu; puerta de acceso a otros niveles de consciencia. Vino que, como componente esencial de esta liturgia, es compartido por los integrantes de ese círculo mágico alrededor del fuego, en una especie de comunión profana que refuerza los lazos entre los que participan de ella. Vino que simboliza otros dos de los elementos básicos: el agua, en su condición de líquido y la tierra, pues es en ella donde encuentra sus orígenes, a través de las raíces de la vid.
La música. Forma de comunicación no solamente con los semejantes, sino también con los Seres Superiores y, como tal lenguaje humano, tan antiguo como el propio habla. Música que torna cambiante la atmósfera circundante, convirtiéndola de alegre en triste, de relajada en solemne, de pacífica en belicosa. Música de gaita y tamboril como expresión de los más ancestrales sones del clan. Música y danzas que, desde el principio de los tiempos, han acompañado al hombre en su nacimiento, en su matrimonio, en su muerte. Música que empapa el aire de sonidos íntimamente ligados a la memoria colectiva. Música que, en si misma, no es otra cosa más que aire, simbolizando así el cuarto de los elementos básicos.
 
Las Águedas, en una fotografía reciente y en un recorte
de la prensa local (La Iberia) del año 1904...
La hoguera, fuego. El vino, agua y tierra. La música, aire. Los cuatro elementos en perfecta conjunción, engarzados en una ceremonia que tiene mucho de místico, de homenaje a la propia Gea, como sustentadora de vida; a la Madre Naturaleza, como propiciadora de esa vida. Un rito que, con todos los componentes señalados, se repetirá en cada una de esas tres fiestas, fechas claves en ese camino de purificación que llegará a su fin con la explosión de un Carnaval que, seguramente, no sería el mismo sin esas ceremonias preparatorias que hacen posible que cientos de almas individuales confluyan en una especie de gran alma colectiva que desemboca, con todas sus fuerzas, el sábado de Carnaval, arrastrando a su paso todos los convencionalismos, todas las reticencias y todo aquello que, desde el mundo de las tinieblas, pretenda cerrar el paso al naciente mundo de la luz. Un Carnaval que, cuando llegue, cerrará el círculo y será la expresión de la alegría del hombre nuevo que surge de ese proceso de conversión. Llegará entonces el reino (aunque sea de modo temporal y durante el escaso plazo de cuatro días) del desorden, de la anarquía, del caos. Porque eso ha de ser precisamente el Carnaval popular que nace, como último eslabón, de esa cadena de fiestas populares; un carnaval ajeno a reglamentaciones, que no entiende de horarios ni de rutinas, en el que cada nueva hora es distinta a la hora pasada, cada día una página en blanco, una historia aun por escribir.              

Así será si aprendemos a captar el sentido de estas fiestas, no como algo que se nos da hecho, sino como algo que nosotros mismos construimos. Si nos acostumbramos a mirarlas simplemente como días en rojo en nuestro calendario laboral, se habrán hecho realidad los temores de Caro Baroja: "Mientras el hombre ha creído, de una u otra forma, que su vida estaba sometida a fuerzas sobrenaturales, el Carnaval ha sido posible. Desde el momento en que todo se reglamenta, hasta la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a ideas de "orden social", "buen gusto", etc.., el Carnaval no puede ser más que una máquina de diversión de casino pretencioso. Todos sus encantos y turbulencias se acabaron".





EL FORASTERO Y EL BOMBO (Un cuento de la Calle del Toro)

Cambiamos de "tercio"... Abandono, por el momento, los artículos que publiqué en "La Voz de Miróbriga" y recupero las colaboraciones (pocas) que escribí para nuestro bienamado Libro del Carnaval... Empiezo con el de 2001, espero que os guste...

EL FORASTERO Y EL BOMBO
(Un cuento de la Calle del Toro)

El forastero descendió del curioso entramado metálico desde el que había presenciado el paso de los toros. Sintió como el intenso frío se adueñaba de su cuerpo llegando hasta los pulmones y notó, con el primer paso, los incómodos pinchazos en los pies, completamente dormidos tras pasar hora y media en aquella excéntrica postura. Llevaba ya más de tres horas en Ciudad Rodrigo y, aunque desde que bajó del autobús había sentido la misma contagiosa alegría que respiraban los paisanos; aunque había podido compartir su calor (siquiera fuera en el tumulto de las calles donde solamente a empujones se podía ganar el espacio suficiente para avanzar), aun no había conseguido integrarse en aquel ambiente de Carnaval que tanto le ofrecía, a pesar de las múltiples oportunidades que tuvo al alcance de la mano y que sólo su exagerada timidez no había sabido aprovechar. No era un asunto que le preocupase en exceso; siempre había sabido disfrutar de sus viajes, aun estando completamente solo y, además, confiaba en que, más tarde, unas cuantas cervezas le ayudasen a vencer aquella timidez que desde niño había arrastrado. Así pues, decidió perder unos minutos y acercarse a buscar su cámara fotográfica, que había dejado con su equipaje en la pensión donde se alojaba. Con la grata sensación de que sus pies al fin despertaban e iba entrando en calor puso rumbo en la dirección que recordaba haber tomado horas antes, desandando lo andado y avanzando a trompicones por una bella plaza de ambiente andaluz, atosigado por la gente y los tenderetes que abarrotaban los soportales por los que se llegaba a la calle donde se alojaba. 

Al principio pensó que se había extraviado; que alguno de aquellos ríos humanos en los que se había visto inmerso en los últimos minutos había trastocado por completo su habitual buen sentido de la orientación. Comenzó a buscar referencias, pero todo concordaba: la increíblemente hermosa estructura de la plaza de toros, toda ella de madera, estaba en su sitio; el mugriento puesto callejero de frutos secos y el desdentado anciano que lo atendía; el antiguo edificio de labradas cornisas que daba inicio a la calle; todo parecía tal y como lo había memorizado aquella mañana. Pero la calle no era la misma. El vacío callejón que recordaba había desaparecido. Avanzando como pudo entre el gentío alcanzó a ver la placa en la que figuraba grabado el nombre de la calle: “Calle del Toro”.    

Una vez descartada la equivocación la primera reacción fue de sorpresa. El viejo y tranquilo callejón vacío se había transformado en un auténtico mar humano, en el que libertad de escoger el propio camino no existía y donde los pasos de la gente se encaminaban, necesariamente, allá donde la corriente los empujaba. A la sorpresa siguió una leve sensación de angustia en la boca del estómago. No se consideraba puntilloso en exceso pero si gustaba de dormir a pierna suelta, y tenía la sensación de que aquella noche, en medio de aquel ruido, no lo iba a conseguir. Y, por fin, a la angustia siguió una placentera oleada de alivio: el callejón parecía ser lugar obligado de visita para los paisanos y, aunque el sueño quedaba descartado estaba seguro de que, por mucho que bebiera, lograría encontrar su pensión y, por tanto (y lo que era más importante), su cama. Es más, ni siquiera tendría necesidad de salir de aquella calle para divertirse cuanto quisiera. Los locales que por la mañana, envuelto como estaba en las brumas somnolientas del largo viaje, le habían parecido tiendas cerradas por la celebración del Carnaval, eran en realidad bares, tascas, mesones; en suma: "antros de vicio y perdición" y por consiguiente, y como todos los antros en días de Carnaval, catedrales del Rey Momo.
El viejo y tranquilo callejón vacío...

Resignado y como quien se interna en la batalla emprendió el penoso intento de recorrer los escasos cuarenta metros que le separaban de la pensión. Al cabo de unos minutos y un sin fin de codazos comprobó, desesperado, que apenas había iniciado aquel salvaje maratón. Con una beatífica sonrisa en el rostro pensó que aquel era el mejor modo de comprender lo que siente un espermatozoide en su alocada carrera hacia su meta, compitiendo con otros mil que intentan alcanzarla antes. Sin querer, y casi sin tocar el suelo, en volandas y atrapado en medio de un grupo de personas disfrazadas de trogloditas se vio empujado hacia el interior del primero de los bares de aquella calle, repleta de sorpresas, que ya sentía como suya. Una vez dentro lo primero que comprobó, con sorpresa, fue que, increíblemente, podía verse los pies, cosa que no había conseguido desde el momento en que emprendió aquella aventura. Así pues, sintiéndose legítimo dueño del espacio que tanto le había costado conquistar pidió, dejándose la voz en el empeño, un litro de cerveza, cantidad que le pareció la adecuada para pasar un buen rato descansado y tranquilo.

A perro flaco todo se le vuelven pulgas, y, por supuesto, todo lo bueno se acaba. No pasó mucho tiempo antes de que a traición y por la espalda sintiera el enésimo empujón de aquella mañana, que esta vez le dejó incrustado en la barra del bar, barra cuyo borde amenazaba seriamente con encajarse en sus maltrechas costillas. Había llegado la charanga y, tras ella, otro alud de gente presta a rellenar los escasos centímetros que quedaban libres. Si hasta entonces el hecho de llevarse la cerveza a la boca había sido complicado ahora se convertía, por obra y gracia de aquella charanga, en una casi imposible maniobra, pura exhibición de equilibrismo. Y, de pronto, lo que tenía que pasar pasó. Lo único que acertó a ver fue como el encargado del bombo en un repentino (y poco grácil) giro, además de llevarse por delante a dos chicas jóvenes, tres cigarrillos encendidos y dos vinos con gaseosa, hacía que el vaso de cerveza se estrellase contra los dientes del forastero, quien entre escalofríos sintió como un reguero de la fría bebida corría por su barbilla para no detenerse hasta llegar al ombligo.

Quizás para limar asperezas o quizás tan solo para descansar unos minutos, el músico le ofreció el bombo, ofrecimiento que el forastero, no atreviéndose a despreciar lo que imaginaba un alto honor, aceptó con una sonrisa.
 
...un extraño con bombo es cosa digna de admiración...
Es evidente que un extraño, sin ningún aditamento especial, puede pasar desapercibido, pero el forastero pronto se dio cuenta de que un extraño con bombo es cosa digna de admiración ya que, inmediatamente y casi sin quererlo, empezó a verse inmerso en el ambiente y a convertirse en el centro de atención. Hechas las presentaciones todo el mundo comenzó a llamarlo por su nombre, con una familiaridad mayor de la que había esperado encontrar en una fiesta tan multitudinaria. Las conversaciones se sucedían vertiginosas y las rondas se acumulaban mientras él, sin dejar de prestar atención a todo aquel tropel de palabras que parecían tenerle como único destinatario, dirigía ansiosas miradas a las escaleras situadas al fondo del bar, escaleras que sabía conducían al patio donde estaban los servicios, al tiempo que calibraba los minutos que necesitaría para cruzar aquella marabunta, llegar al patio y poder dar alivio a su torturado esfínter; tortura que crecía por momentos ya que cada golpe de bombo repercutía, necesaria e invariablemente, sobre su vejiga.    

Salvado tan molesto menester y con el alivio casi místico que invade a uno en esos casos, el forastero comenzó a escuchar. En aquel bar y en los muchos que le siguieron empezó a comprender el Carnaval y también a sentirlo como propio. Le contaron que las barras metálicas donde había visto los toros se llamaban agujas y que no había visto simplemente “pasar los toros”, sino el encierro. Aprendió a apreciar la especial luz, los colores y los sonidos propios del Carnaval y también a controlar su corazón cuando, esperando los toros, sientes que se escapa del pecho a cada golpe de badajo del Reloj Suelto. Se dio cuenta de la absoluta y bendita anarquía de un Carnaval donde no había reglas, ni uniformes, ni horarios, y aprendió también a amar aquella anarquía y a practicar aquel placentero “dejarse llevar”, contra el que era inútil, además de poco práctico, entablar cualquier tipo de resistencia. Aprendió a reír, a soñar, a vivir, a cantar. Y continuó aprendiendo toda la larga, larguísima noche. Y disfrutó de todo lo aprendido hasta el límite, hasta exprimir la última gota de aquellos minutos que deseaba eternos. Y transformó el Carnaval en algo suyo, en parte inseparable de sí mismo. Y pasaron, cálidas y suaves, las horas...

Ya por la mañana en el autobús mientras, absorto, dibujaba en el vaho de los helados cristales, su mente repasaba aquel último día que recordaba casi como un sueño, irreal pero nítido; un bello sueño al que se agarraba como tabla de náufrago antes de hundirse de nuevo en su tediosa y monótona realidad. Por supuesto, nunca llegó a usar, ni siquiera a recoger, aquella cámara fotográfica cuyo carrete permanecería, in saecula saeculorum. virginal y sin recuerdos. En realidad, solo había vuelto a la pensión minutos antes de partir para ducharse y cambiarse, mientras contemplaba aquella cama sin deshacer, evidencia palpable de que aquel sueño que comenzó con un bombo era plenamente real. A nadie había pedido dirección ni teléfono, ni tampoco a él se lo habían pedido. Aparte de algunos nombres poco más sabía de quienes habían sido sus anfitriones y cómplices aquella noche. Ni lo sabía ni necesitaba saberlo. Estaba seguro de que volvería a Ciudad Rodrigo y a aquel Carnaval. Sabía que volvería a aquella calle y a aquella gente, y que ambos estarían esperándole.

Y mientras se dejaba arrullar por el sueño le venían a la memoria, machaconamente, las palabras de Humphrey Bogart en Casablanca: “Siempre nos quedará la Calle Toro”. O algo parecido...

  Jesús Hernández Hernández    21-diciembre.2000


domingo, 17 de enero de 2016

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... San Blas.

            Shalom, lectores. Decían los druidas celtas que la fuerza vital, la energía que mueve el mundo, fluye por ocultos y definidos senderos subterráneos y que, cuando dos de esos senderos se cruzan en un punto concreto, la energía allí acumulada es de tal magnitud que hace de esos lugares centros sagrados, idóneos para el culto al Ser Supremo. Quizás esta teoría sea cierta, a juzgar por las muchas iglesias católicas que ocupan el sitio de antiguos templos dedicados al culto de primitivos dioses (aunque, probablemente, el Dios siempre sea el mismo y solamente los humanos nos empeñamos, absurdamente, en cambiarle el nombre).

            Lejos de mi el afirmar que La Caridad fuese el sitio escogido por nuestros antepasados wetones para honrar a sus dioses, pero lo cierto es que algo especial, magnético, entra por los poros al traspasar sus muros. A lo mejor son sólo imaginaciones del temeroso espíritu de este pobre Lumbroso, pero cada año, por San Blas, parecen deslizarse entre las piedras las sombras de sus pretéritos moradores, percibiéndose su presencia incluso en el mismo aire, grave, empapado de cánticos monacales, aunque, cada 3 de febrero, los lejanos ecos de un mil veces entonado De Profundis cederán su espacio a los alegres sones de la gaita y el tamboril. Otros ecos casi perdidos se unirán también al festivo ambiente; los cansados pasos de un viejo monje, el andar alocado y presuroso de algún inquieto novicio, los marciales taconazos del General Junot, la adusta voz de mando del Mariscal Ney...


           
Todo ello será, sin embargo, accesorio en este 3 de febrero, festividad de San Blas, otro de esos días que, como decíamos la pasada semana, unen, como cuentas de un Rosario, la Navidad y los Carnavales. Resulta curioso comprobar la poca atención que dedica la prensa mirobrigense de los años 50 a esta celebración. Apenas alguna nota escueta nos habla de ella, como la publicada en el nº 83, el día 7 de febrero de 1954, "Se celebró la festividad de San Blas, acudiendo poca gente en romería a La Caridad, pues el día fue "de perros" y los más se quedaron a la luz de la candela. Acudió el pleno de la Corporación a recibir la "gargantilla" y venerar la reliquia en la parroquia de San Isidoro, como ya es tradicional, devoción que secundan los mirobrigenses con verdadero fervor hacia el Santo protector de enfermedades de la garganta.". Parece, pues, que el incremento experimentado por la romería de La Caridad ha sido directamente proporcional al abandono sufrido por la imagen que del Obispo de Sebaste se venera en San Pedro, ¡Devotos habrá para ambas, digo yo!. 

            Veamos también como reflejaba la prensa, años antes, esta festividad. Recurrimos para ello a “La Iberia”, del día 8 de febrero de 1908: En la hermosa pradera se confundían la modesta artesana con la más aristócrata señorita, unas saltando a la comba, otras jugando al “corro” y bailando las demás, todas demostraban su alegría y las mamás contemplaban llenas de entusiasmo el cuadro de felicidad que se ofrecía a su vista, recordando al mismo tiempo, aquellos que pasaron, en los que las que hoy eran espectadoras ayer fueron partes principales en la fiesta democrática que presenciaban... ¡Cuanta merienda y que variada!, ¡Cuanta juventud y belleza reunidas!. A pesar de que abundaban los puestos de bebidas escaseaban las “merluzas de secano” (...) falta decir que por la mañana hubo misa en la derruida iglesia, la que amenaza un peligro constante...”  
 
Recorte de "la Iberia", 7 de febrero de 1904.
            Otro año más, como tantos años pasados, los muros de La Caridad acogerán a una multitud anhelosa. Hambrientos unos de bendiciones, hambrientos otros de tradición y otros...simplemente hambrientos, con el pensamiento puesto en el crepitar de una longaniza bajo las brasas y el trago generoso de vino que alivie sus gaznates, complementando así la acción protectora de la gargantilla, pues es justo y necesario adoptar cuantas precauciones sean posibles para que la garganta aguante todo lo que de bueno le espera de aquí al Miércoles de Ceniza. Otro año más, en peculiar mixtura, la devoción se mezclara con la risa, los ritos religiosos con antañones bailes paganos, sin que en nada se desvirtúen ni los unos ni los otros. De nuevo, un mar de pasiones invadirá, presuroso, la quietud del viejo cenobio premostratense. Y por encima de todos, cobijándonos con su manto protector, San Blas. Como dijera Andrés M. Sánchez Gil en su pregón de 1990: "Ahora, Blas, escúchanos/ Ya tienes aquí reunida/ bajo tu copioso manto/ a tu Santa Cofradía/ que te implora en estos días/ hace, ya, quinientos años/ Ayúdanos en la vida.../ Ayúdanos en el llanto.../ Ayúdanos en la lucha/ Ayúdanos ...en el campo/ que nosotros, campesinos/ tenemos rejas y arados/ y corceles y simientes/ ovejas, vacas...y ganchos/ para colgar las miserias/ de las que estamos cansados."     


            Así pues, ya saben. Imploremos la protección del Santo y ... a La Caridad, señores. Feliz semana y Mazel Tov

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... San Sebastián.

Hasta ahora he ido publicando los distintos artículos de "Cuarenta años no es nada..." en el mismo orden en el que aparecieron en su día en "la Voz de Miróbriga". Hoy, para adaptarme al "calendario festivo" me salto unos cuantos (que ya subiré) y me voy directamente a San Sebastián... Éste es el artículo:

 Shalom, lectores. Hace ya muchos años, quiso el ingenio de este bendito pueblo (sin duda, bajo alguna forma de inspiración divina) dedicar sus más fervientes alabanzas, dentro del amplio Santoral católico, a los Santos Sebastián, Blas y Antón. La elección, desde un punto de vista estético, no pudo ser más lógica; siempre sonarán mejor en una plegaria los nombres mencionados que los de otros santos que transitan por esas mismas fechas, como, por ejemplo, Gumersindo, Ansgario, Cirilo o Metodio, por no hablar del muy circunspecto San Severo.

            Al mismo tiempo, la más antigua manifestación del feminismo radical, en particular golpe de estado contra el machismo imperante, reservó para el gobierno de las mujeres el día de Santa Agueda. Todo ello convirtió este inicio del año en fechas en las que, exagerando, podría decirse que el día que no es fiesta, es víspera. Tiempo de vino y rosas en el que el espíritu mirobrigense, en filosófico panta rei, fluye inexorablemente hacia la apoteosis de Don Carnal (olvidemos, por ahora, que Doña Cuaresma volverá a imponer su ley). Con el alma aún rebosante de alegría navideña, un redoble de tambores nos indicará que es hora de subir al Santo. Poco más tarde, la hoguera de San Antón será preludio de otra hoguera, la de la víspera de San Sebastián, cuyo calor habremos de guardar para, al día siguiente, acompañar al Glorioso Patrono de nuevo a su tranquilo reposo, entre los muros de San Cristóbal. Y si, en los días posteriores, se enfría en algo nuestro ánimo, diremos, como Rick en Casablanca, "Siempre nos quedará la hoguera de San Blas"; París, en este caso, nos espera en La Caridad.
 
Procesión de San  Sebastián (c. 1905)
            De entre las festividades que acabamos de mencionar, sin duda la más esperada por los mirobrigenses, y también la más sentida, es la de San Sebastián. A juzgar por este artículo del “Eco del Águeda”. de 1927 parece que, por aquellos años, la fiesta estaba llena de fuerza: La tradición se sostiene vigorosamente a través de los años. Y, cada vez con más fervor, los mirobrigenses acuden a escoltar, en su tránsito por las calles, al príncipe honorario de la milicia, al Santo Mártir. Los tambores que Mederos y Marcule heredaran de Desiderio preceden, con su interminable redoblar, a la procesión... Suena el reloj suelto...”. Sin embargo, en los años 50 la fiesta parece que decayó notablemente... Me gustaría transcribir determinados párrafos de un artículo publicado en el nº 28 de La Voz, del día 18 de Enero de 1953. El autor fue Horacio García Lorenzo, director de este periódico en aquellas fechas: "Nos referimos, concretamente, nada menos que a la fiesta del Glorioso Patrono de nuestra ciudad. Apena observar que aquella devoción que los llorados le dedicaran con tan cálido fervor vaya decayendo lastimosamente hasta convertir la subida y bajada del Santo en un acto de puro formulismo glacial, que a este ritmo dará al traste con nuestra tradición en este aspecto tan importante y de tan rancio abolengo (...) No, esto no debe continuar por tan peligroso camino; es preciso que la brillantez de la fiesta no quede sólo a cargo de los celosos mayordomos, es necesario ayudarles (...) alguna fiesta profana acompañada de otra cultural y el interés de todos los mirobrigenses por honrar a su Patrono con brillantez, serían los puntales del sostenimiento de la fiesta, que a este paso amenaza derrumbarse, llevándose consigo el trozo más arraigado de nuestra tradición".
 
San Sebastián 1951... Los Cardoso portando los redoblantes que
años antes "...Mederos y Marcule heredaran de Desiderio..."
            Los malos augurios que contenía este artículo no se cumplieron, y, al fin, las negras y amenazantes nubes pasaron de largo, llevadas por buenos vientos. No obstante, vano sería enorgullecerse de los aciertos de hoy si no tomásemos como lección los errores de ayer. Todas las tradiciones que rodean a la festividad de San Sebastián son parte de nuestras raíces y, como tales, han de ser cuidadas con mimo. El sencillo redoble de unos tambores; el sereno y solemne caminar (pausado y pautado) de la Banda de Música; el orgulloso pendón de la Cofradía señalando, señorial, el domicilio de los mayordomos; el tránsito de la imagen de los laicos hombros edilicios a las venerables espaldas de los Canónigos; los chochos y el vino al calor de una hoguera que, cuando sea apenas rescoldo, será mil veces saltada; el sonar del Reloj Suelto al paso por la Plaza Mayor, preludio de otros cercanos y festivos sones (a algún amigo se le salta el corazón del pecho a cada golpe de badajo); el vistoso uniforme de los Maceros; los abrigos nuevos de los concejales; el suave ondular de las pañosas; el acompañamiento del Obispo al Palacio Episcopal, de la Corporación al Ayuntamiento, de los mayordomos a su casa, cada mochuelo a su olivo, dicho sea lejos de toda irreverencia; la emotiva ofrenda a los defensores de la Ciudad... e incluso otras tradiciones de carácter más privado, como las comidas de la Peña Gutemberg y sus prolongadas ( en realidad casi interminables, mas, por desgracia, finitas) sobremesas. Remedando  (y casi remendando) la frase cervantina sobre Salamanca, podría decirse: "Peña Gutemberg, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado". 

            Todas estas pequeñas cosas son las que convierten a Ciudad Rodrigo en lo que es. Sin ellas, subsistiría, pero...¿Viviría?. Por hoy nada más. Feliz semana y Mazel Tov.  

domingo, 10 de enero de 2016

CUARENTA AÑOS NO ES NADA... Peleas de gallos en Ciudad Rodrigo.

Shalom, lectores. Decía un historiador local, hace muchos años, que los habitantes de Ciudad Rodrigo, como naturales de un pueblo regido por el Dios Marte, eran de natural belicosos y dados a las cosas de las armas. Quizás sea mucho decir de un pueblo cuya máxima fatalidad histórica ha sido la de verse continuamente mezclado en disputas territoriales con nuestros vecinos portugueses o en algún que otro conflicto promovido por el afán de "grandeur" de los del piso de arriba. Lo cierto es que, una vez perdido el importante componente castrense de esta plaza, capitalidad militar de la Provincia incluida, y como diría Hernández Vegas: "...desaparecida, últimamente, hasta la pequeña guarnición que, como de limosna, se nos había dejado", ese presunto "natural belicoso" de los mirobrigenses hubo de encauzarse hacia otras modalidades de lucha que, incruentas para el hombre, tienen como protagonistas, no a mariscales ni brigadieres, sino a los "hermanos animales", que diría el poverello de Asís.

            Así, dejando a un lado la secular afición a los toros en estas tierras, vamos a hablar hoy de una práctica que, al menos para este pobre Lumbroso que les habla, le era totalmente desconocida: las peleas de gallos en Ciudad Rodrigo.

Recorte de una crónica taurina de Gregorio Corrochano en ABC (17-09-1935)
            Siendo, como decíamos más arriba, nuestra ciudad hasta los primeros años del siglo relevante plaza militar, no es extraño que esta afición hubiese sido importada por alguno de aquellos bizarros soldados que marcharon a Cuba a defender el ya decrépito y agonizante pabellón del Imperio Español contra los "insurrectos mambises", en sangrienta y patética guerra en la que España gastó, en frase de Cánovas del Castillo "...hasta el último soldado y hasta la última peseta".

            Veamos algunos recortes de La Voz que nos hablan de esta práctica. El primero es una entrevista con el entonces Delegado Sindical Comarcal, Ángel Morales, "...uno de nuestros más veteranos galleros, farinato, heredero en estas lides de aquellos Aparicio y Villasante, que mantuvieron largos años la afición a este deporte gallístico en nuestra ciudad". En la mencionada entrevista, aparecida en el nº 39, el 5 de Abril de 1953, el Sr. Morales nos habla del proceso de selección de los gallos: "A los cinco o seis meses se seleccionan los machos y se "cortan", es decir, se les secciona la cresta (...) Como quiera que al pollito ya le empieza la sangre a "hervir", es necesario, inmediatamente, enjaularlos, al mismo tiempo que se les afeita la cabeza, cortándoles, al paso, los pendientes (...) Pasados ocho meses, es lógico que las puyas o espolones rebasen los veinte milímetros, y entonces pierden la denominación de "pollos" para convertirse en "jacas", pudiendo presentárseles ya en el circo, pelados de pescuezo, muslos y lomo...".Como se ve, los sufrimientos de un boxeador en un gimnasio son pecata minuta, si los comparamos con las "perrerías" que sufren los gallos para llegar a ser auténticos "hombres de provecho".
 
Pelea de gallos.

            El siguiente recorte es una nota publicada en el nº 99, el día 6 de Junio de 1954: "El pasado día 30, y en el Salón Madrid, tuvo lugar la segunda tienta de gallos, que viene organizando el futuro Club Gallístico de Ciudad Rodrigo. Ha despertado gran animación y el local se encontraba completamente lleno de público. Fueron tentados dos pollos de la gallera de D. Juan Aparicio, uno de D. Santos Gómez y otro de D. Gabriel Hernández "Carabinas", que dieron un excelente resultado, apreciándose en todos ellos buena casta y aptitudes (...) Este Club se está organizando nuevamente por haber decaído la afición que existía hace más de treinta años, gracias al decano de la fiesta, D. Juan Aparicio, que ha sabido conservar aquella casta de antaño". Para alguien, como quien les habla, que sólo ha conocido las peleas de tarántulas en los fosos (modalidad "deportiva" muy en boga entre los niños de entonces), causa asombro la existencia de esta afición en Ciudad Rodrigo, aunque más extraño aún parece el intento de consagrar en nuestra ciudad las ¡carreras de galgos!. En una entrevista realizada en el nº 60, el día 30 de Agosto del 53, el entonces Alcalde, D. Joaquín Martín Báez, manifestaba, refiriéndose al "futuro" campo de deportes: "Tenemos la intención de terminarlo para el próximo otoño y quedará magnífico, con campo de baloncesto, piscina, CANÓDROMO, tenis, fútbol y pista de atletismo...". Visto lo visto, quizás el proyecto debió ser menos ambicioso, ya que, si bien es cierto que "El que no llora no mama", no lo es menos que "Quien mucho abarca, poco aprieta".


            Nada más por hoy. Feliz semana y Mazel Tov.