viernes, 5 de febrero de 2016

CONFITEOR...

No hay mejores fechas que estas, en pleno Carnaval, para revelar un gran secreto... Lo desvelé en el Libro de Carnaval de 2005...



CONFITEOR...




Supongo que a todos nos han preguntado alguna vez, estando fuera de Ciudad Rodrigo, qué es lo que hace tan especial a nuestro Carnaval. A pesar de que cada día más gente los conoce (y reconoce), aun quedan despistados que solamente conciben o el tipo de Carnaval brasileño (y a los que, lógicamente, no les cuadra la idea de ir tan ligeritos de atuendo en este invierno nuestro, de nieblas constantes y temperaturas decrecientes) o el tipo de Carnaval que, desde hace algunos años, se viene denominando “de alto interés etnográfico” (en cuyo caso nos imaginan a todos vestidos con pieles de cabra, máscaras demoníacas y con enormes cencerros golpeándonos el culo). Llega entonces la hora de sacar a flote nuestros más farinatos instintos, adoptar una expresión como de estar narrando las maravillas de la Capilla Sixtina y explicar que nuestro carnaval se basa fundamentalmente en el Toro, que todo transcurre en torno a él y que él es la causa y razón de ser de la fiesta. 

Cumplido tan patriótico deber, supongo que la mayoría de la gente queda descansada, satisfecha de haber contribuido a la mayor gloria del Carnaval del Toro y con la limpieza de conciencia propia de quien cuenta las cosas tal y como las siente. Pero algunos (entre los cuales me incluyo) nos formulamos a continuación otra pregunta: ¿Y como le explico yo ahora, a este señor, que la mayoría de los años se me echa encima el Miércoles de Ceniza sin haber visto un cuerno?. Evidentemente, nunca decimos nada; dejamos que el interlocutor se imagine lo que estime conveniente y, como acto de contrición y con el necesario propósito de enmienda, hacemos la firme promesa de empezar a ver los encierros (o al menos algún encierro) el año próximo. Y, quien sabe, puestos como estamos a redimir nuestras culpas, a lo mejor hasta nos levantamos a ver el encierro a caballo y el Toro del Aguardiente. Propósitos, por otro lado, que al igual que esos que se formulan cada fin de año, quedarán, como siempre, en agua de borrajas. Porque, estimados vecinos, no tengo más remedio que confesarlo, entono humildemente el Confiteor Deo omnipotenti et vobis, fratres... y os lo reconozco: hay gente que no ve los encierros (y sí las reglas de la gramática me lo permitiesen hubiese debido escribir no que hay gente sino que "habemos" gente...).

Y ¡Ojo!. No es que seamos antitaurinos. Nada más lejos de la realidad, al menos en mi caso. Ni tengo nada contra las corridas de toros (que, en tanto lo permitan los “botellones” y otros saraos, seguirá siendo la Fiesta Nacional) ni, por supuesto, tengo nada en contra de los festejos taurinos populares. El problema es que creo que tampoco tengo nada que decir en su favor. Me mantengo en una cómoda situación de equidistancia que, en este tema, conservo desde niño y que está motivada por dos factores (sin que pueda decir, a ciencia cierta, en que medida influye cada uno de ellos). Por un lado, está el horror que me produce el hecho de imaginarme hora y media, muerto de frío, esperando el paso de unos animales que, o bien no pasan o cuando pasan no me motivan lo suficiente como para compensarme la espera. Este factor además aumenta por la dichosa costumbre de programar determinados actos a horas bastante poco apetecibles, casi intempestivas en unos días en los que la cama deja de ser nuestra mejor amiga para pasar a ser esa gran desconocida con la que solo coincidimos ocasionalmente. Ustedes dirán que este obstáculo es perfectamente soslayable, que se trata pura y simplemente de pereza; que muchas veces los toros llegan e incluso, algunas veces, hasta llegan puntuales. Bien. Lo admito. Reconozco que, con un poco de tesón, este escollo dejaría de serlo. Incluso no tendría problemas en acostumbrarme a acostarme antes para poder madrugar (obviamente, los tiempos heroicos de las noches sin dormir pasaron, al menos para mí, a la historia). Pero aun queda el otro factor, y ese es el verdaderamente preocupante. 

Y es preocupante porque, así como la pereza, como ligero defecto que es (aunque creo recordar que, junto con la gula, estaba incluida en algún listado de pecados) puede ser más o menos controlable, el otro factor es absolutamente incontrolable. Se trata de puro y simple miedo. Por supuesto no les puedo hablar del miedo que se siente estando dentro del recorrido del encierro, porque “ese” miedo, ni lo he sentido nunca, ni creo que jamás se me ocurra experimentarlo. En cuanto al miedo a ver los toros “desde la barrera”, no les voy a decir que el hecho de subirme a una aguja mientras pasan los toros sea para mí lo que para otros hacer puenting, pero... casi. De manera que, si me coloco en los alares a esperar el encierro, conforme pasa el tiempo de espera y no sé por que extraña razón, los tubos metálicos de las agujas se van haciendo cada vez más pequeños y el hueco entre ellos mucho más grande, de forma que, antes de que alcance siquiera a ver los toros, ya me he bajado vencido por el miedo y, claro, quien se fue a Sevilla perdió su silla. Después, lo único que alcanzo a ver entre los siete corredores que, increíblemente, han ocupado el reducido espacio que antes era mío, es un par de patas y el extremo de algún rabo. 

Como segunda opción están, por supuesto, los tablaos de la Plaza. En principio parece un sitio cómodo. Estás sentado y la vista, además, es buena. Pero reconozcámoslo: el simple hecho de pasar por las troneras es ya una reseñable hazaña. De hecho, si no fuera porque de vez en cuando aun tengo la moral suficiente como para utilizar la báscula de casa, diría que cada año las hacen más pequeñas. Por otro lado, si se va con tiempo suficiente para coger un buen sitio, al principio todo es maravilloso, gozas de buen espacio e incluso tienes la suficiente movilidad en los brazos como para poder comer pipas, por ejemplo, si te apetece. Pero luego, por alguna incomprensible Ley de la Física, te das cuenta de que en unas gradas que nunca aumentan de tamaño entra cada vez más gente, hasta que quedas enclavado entre dos señoras/es, con las rodillas pegadas y los codos sobre los muslos. Es tal la presión que, cuando por fin, cansado ya, decides levantarte y consigues sacar las caderas de los treinta centímetros en que han quedado aprisionadas, parece oírse un ruido parecido al que hacen los botes de conserva al abrirlos. Y además, que quieren que les diga, ni aun aquí me libero de este miedo mío. Aun tengo clavada en la memoria esa vieja fotografía en blanco y negro en la que aparecen los animalitos subiendo por los tablaos como Pedro por su casa, con una más que notable agilidad para su envergadura. 

Y por fin, como último remedio para los que, como yo, hacemos poco honor a esta tierra de dehesas que nos vio nacer, están los balcones de la Plaza Mayor. Ahí si que se está tranquilo. Confiando, como confío, en la imposibilidad teórica de que los toros aprendan algún día a hacer con los cuernos lo que hacía Afrodita (la de Mazinger Z) con sus pechos, es este el único sitio en el que, viendo los encierros, mis nervios se relajan hasta el extremo de olvidar en que bolsillo llevo las pastillas de nitroglicerina, por si acaso. ¿Inconvenientes?. Solo uno, pero de enorme peso: es un total y absoluto aburrimiento. Es como ir al Bernabeu y ver el partido en uno de los televisores de los palcos. 

Así pues, como ustedes podrán comprobar, entre la relativa pereza, el miedo y, por qué no decirlo, que parece que voy poniendo pegas a todo lo que me ponen por delante, sigo reconociéndolo, mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa... (añadan aquí unos fuertes y sinceros golpes de pecho): casi nunca veo los encierros. Eso no quiere decir que no disfrute los Carnavales. En absoluto. Disfruto de ellos como cualquier hijo de vecino. Simplemente, me privo de uno de sus ingredientes. Es como aquellos que al comer patatas con carne comen solamente o las patatas o la carne. Cada uno es cada uno. En mi caso, lo único que cambia es que, si echo la vista atrás y recupero de entre las telarañas de la memoria mis recuerdos del Carnaval, aparece de todo menos toros. Removiendo los rescoldos de esos carnavales pasados, surge una amalgama heterogénea de olores, sabores, sonidos y sensaciones, pero prácticamente ninguna vinculada al que se supone el protagonista principal de nuestras fiestas. Así, entre las ya pretéritas cenizas de mis primeros carnavales aparecen sabores de algodón de azúcar, manzanas de caramelo y mil chucherías que nos hacían olvidar, esos días, el pan untado con mantequilla y los bocadillos de foiegras. Sonidos de música de carrusel, crujidos de los ejes del tiovivo, chillidos de temor y angustia saliendo de la plaza en los momentos de las cogidas. Olor dulce, como dulces eran las emociones nuevas que parecían tardar siglos en repetirse. 

Más tarde, mientras nosotros crecíamos, el Carnaval también lo hacía, y, despreciando con suficiencia los cochecitos, optábamos por las más fuertes emociones del vaivén. Y el carnaval sabía entonces a los primeros cigarros a escondidas y las eternas pipas de girasol, consumidas por toneladas, al tiempo que sus olores eran el humo acre de los petardos y la goma caliente de los “chocones” mientras por los altavoces sonaba inclemente todo el repertorio de Los Chichos (afortunadamente, en aquella época aun no existía Camela). Y seguíamos creciendo y el carnaval sabía, poco después, a cerveza, a besos furtivos, muchas veces robados y al gusto amargo de los primeros desengaños; a perrito caliente y hamburguesa, mientras, como presagio de una condena impuesta a perpetuidad, comenzaba a oler a masaje de afeitar. Y sus sonidos eran las risas sin sentido, las primeras y tímidas palabras de amor y la música de Donna Summer. Y, más tarde, el masaje de afeitar, a fuerza de costumbre, ya no olía, Donna Summer cedía su puesto a los grupos de la Movida y empezábamos a disfrutar del carnaval por la noche, mientras comenzaba a saber a gin-tonic y sonaba a las mil excusas que te inventabas para poder estar a solas con aquella chica con la que tanto te gustaba hacerle regates al frío, con abrazos ocultos bajo una manta. Aquella con la que los besos dejaron, para siempre, de ser furtivos. 

Supongo que, año tras año, seguirán llegando nuevas emociones, nuevos sentimientos, quizás nuevos besos... Y aunque no les prometo nada, intentaré también que el año próximo figure entre mis recuerdos el primer Carnaval que pude ver el encierro a caballo. De todas formas, antes tengo que resolver ciertas dudas, ¿Cuál es el sitio más seguro para verlo? ¿Hay alguna posibilidad de verlo desde el helicóptero?.... 


























No hay comentarios:

Publicar un comentario